Lo patético y lo sublime
Por B. S.
La importancia del cuerpo de Eva creció sin pausa. La enfermedad, que la mató a los treinta y tres años, lo invadió sin deteriorar su belleza. Por el contrario, la enfermedad de Eva, el cáncer, acentuó sus rasgos no convencionales y les dio un pathos que, en algunas fotos, es trágico y en otras sublime.
Eva se volvió, día a día, más intemporal en la medida en que el cáncer afectó los rasgos considerados “lindos” en la década del cuarenta y cincuenta. Su cara se hizo cada vez más angulosa, sus facciones más precisas, sus manos más delgadas, sus hombros más evidentes. El cáncer desmaterializó el cuerpo de Eva. Así la muestran las fotos, sobre todo esas en las que, durante los actos públicos, Perón la sostiene, desde atrás, y ella, levemente inclinada, levanta los brazos como si estuviera por lanzarse hacia la multitud que rodea el balcón de Plaza de Mayo: su espalda con la mano izquierda muy abierta, afilada hasta el remate oscuro de las uñas. Eva se ha vuelto completamente Garbo: su belleza no puede ser juzgada por los cánones de la moda (ya antes había superado los del “buen gusto”). A medida que se desmaterializa, su belleza acrónica se ajusta a cánones futuros, sin perder la irradiación (el aura) que la vuelve magnética en el presente. Toda ella es una excepción.
La figura de Eva, en el Cabildo Abierto del Justicialismo del 22 de agosto de 1951, culmina una historia. A partir del renunciamiento a acompañar a Perón en la fórmula presidencial para las elecciones de noviembre de ese año, que Eva hizo público pocos días después, empieza el capítulo de su conflictivo retiro, el cerco de imposibilidades físicas provocadas por la enfermedad y la larga agonía. Pero esa noche de 1951, Eva también alcanza una cima.
La iconografía que la sostuvo como bandera en la conversión revolucionaria de una fracción del peronismo a partir de mediados de los años sesenta, proviene de esa noche de agosto. En las fotos del gran acto, Eva es un cuerpo completamente ocupado por la política: un eje en el que se arraciman las fuerzas encontradas del peronismo, los conflictos de las fracciones sindicales y políticas, las vacilaciones del líder, el odio de la oposición y el deseo y la prudencia, la esperanza y el miedo, el cálculo y la tentación de una mayor gloria y un poder acrecentado. Todas las pasiones políticas se coagulan en los gestos con que Eva dejó en suspenso su decisión. Esos gestos son más decididos y más guerreros que las palabras que los acompañaron. Con su cuerpo Eva dijo más que lo que dijo, y mucho más que lo que diría por radio, unos días después, al expresar su voluntad de negarse al reclamo del Cabildo Abierto.
Esa noche Eva tocó dos límites. Trágicamente, la heroína del justicialismo se encontró con el conflicto que una aceptación de la gran oportunidad hubiera producido dentro y fuera del movimiento. Tocó el lugar en que un deseo político se contradecía con otro: ocupar institucionalmente el lugar que ya ocupaba, en los hechos, en la geminada cúspide del peronismo implicaba poner en peligro esa misma cúspide. Por lo tanto, el ofrecimiento de la Vicepresidencia la enfrentaba con un dilema. Patéticamente, su mismo cuerpo la colocaba ante el límite de sus fuerzas, porque la enfermedad ya lo había capturado sin retroceso previsible.
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