Domingo, 4 de agosto de 2013 | Hoy
Por Luis Bruschtein
Recuerdo la casa de León en Castelar en los años ’60 con una aureola de luminosidad y color. Quizás es la nostalgia por esa circunstancia casi originaria en la vida como es la adolescencia. Todo es nuevo, todo impresiona, todo es curiosidad, todo deslumbra. Mis hermanos y yo éramos vecinos y amigos de los hijos de León y a veces le llenábamos la casa con otros chicos. Tanta luz, tanta vibración en el aire y León, siempre con Alicia, con una hermosa sonrisa, dibujan como una estampita en mi memoria. Una de esas imposibles estampitas que a veces usaba en sus artefactos y collages. Cada quien arma sus estampitas en el corazón y parte de las mías son de aquella época que brillaba, que asombraba, que sorprendía.
Dicho así, casi todo eso es también alegría, porque esa época fue de alegría. Había una explosión de libertad e inteligencia en el planeta y también en Argentina, aunque aquí se producía encajonada en el cepo retrógrado de los golpes y la tosquedad de los gobiernos militares. Fue una época de grandes búsquedas y grandes descubrimientos. Pero aquí toda esa expansión estaba comprimida por el dominio de la prepotencia. Fuerzas fenomenales y contrarias. Es una descripción subjetiva sin ninguna pretensión sociológica porque así la vivo al recordarla. Había muchas más razones para que los años ’60 fueran el preludio, la antesala del horror en su cenit.
Seguramente uno purifica los recuerdos y los vuelve estampita y creo que León, en alguna medida, también veía así aquellos años porque en la retrospectiva que hizo en el Centro Cultural Recoleta, en una pared, puso una foto de aquellos chicos cuando habíamos ido a un campamento en Valeria del Mar.
Una vez fui a su casa con Carlitos Spataro, un compañero de la secundaria, para hacer con Pablo Ferrari, su hijo, el periódico mural. Carlitos vio una de las estructuras de alambre que hacía León y le agarró un ataque de risa. “¿Qué es eso?” preguntó. “Una escultura”, respondí con vergüenza porque no paraba de reírse. “¿Y qué quiere decir?”, “¿Y cómo se llama?”. A cada respuesta la carcajada se le hacía más contagiosa. Yo me moría de vergüenza, pero vi que León, un poco retirado y con disimulo, lo estaba disfrutando.
Esa casa, como todas las que tuvo, estaba llena de objetos hermosos y algunos estrambóticos. Había un cuarto donde guardaba algunas de sus obras que no estaban desparramadas por los demás ambientes. Recuerdo la emoción que sentí cuando abrí una puerta y vi ese gran Cristo crucificado en el lomo de un bombardero norteamericano en picada que había expuesto en el Di Tella.
El recuerdo de ese Castelar que ya no existe y quién sabe si existió realmente, el de mi adolescencia y el de esa parva de adolescentes que bobeaban de una casa a otra y se enamoraban escuchando a Leonardo Favio y a Los Beatles, para mí está muy asociado a León y Alicia, y creo que, en alguna medida a ellos les pasaba lo mismo conmigo cada vez que nos encontrábamos, como si fuéramos hebras sueltas de aquella memoria o de aquella alegría, porque muchos de aquellos chicos, su hijo Arielito, mis hermanos Noni, Irene y Víctor, Pata Villa, Carlitos Spataro están desaparecidos durante la dictadura.
Me cuesta despedirme de este entrañable León que siempre fue parte del escenario de la vida como una de esas personas que uno sabe que están aunque no las vea.
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