> LA HERENCIA DE BASQUIAT, HOY
› Por Rafael Cippolini
¿Qué queda de Basquiat, hoy? ¿Qué lo sobrevive, más allá y más acá de su mito –que no es nada diferente de la caricatura del zeigeist de los ’80 en Nueva York–, y de la industria de su presencia, todavía vertiginosa? Si bien las relaciones entre mercado y tradición a finales del siglo XX son bien complejas –cruces que no se circunscriben del todo a las calculadas y mutuas indiferencias entre academia y circulación de arte–, lo cierto (y perdone el lector de antemano lo bizarro de la comparación) es que, tratándose de Basquiat, podría parafrasearse lo que alguna vez se dijo sobre el “efecto Quinquela Martín”: no podríamos comprenderlo cabalmente sin la ayuda de la sociología.
Y es que el descendiente de haitianos y portorriqueños resulta, más que cualquiera de sus compañeros de generación (como Keith Haring, Cindy Sherman o Julian Schnabel, aunque los dos últimos son casi una década mayores) un combinado exacto –para no insistir con arquetipos y metáforas– de ansiedad, dispersión y abandono.
¿Fue grafitero? Más bien pasó por el graffiti. ¿Un agitador urbano? Su actividad firmada SAMO podría ser historiada desde esta perspectiva. ¿Músico? Gray fue más un proyecto que una banda, con todas las diferencias del caso. ¿Africanista? Si aceptamos al Peter Gabriel o al Paul Simon de esos años como estudiosos del continente negro –recurrente exageración pop–, podríamos auscultar alguna referencia. ¿Continuador de Jean Dubuffet y su art brut en La Gran Manzana? Tremendo disparate. Por favor relean Cultura asfixiante, ensayo-manifiesto del creador francés que Juana Bignozzi tradujo muy a principios de los ’70, y saquen sus propias conclusiones. ¿Cultor de programáticos excesos? Perdón, ¿acaso no nos referimos a una época que fue un exceso en sí misma, tratándose de una postal de Nueva York inmediatamente posterior a esos recién citados salvajes ’70?
Su mentor, Warhol, vivía coordinadas similares a las de André Breton en la posguerra: articulaba con su habitual sagacidad cualquier tipo de lifting cultural para que los años no lo desmintieran. Pero su actitud –y su noción de autopromoción omnívora– lo habían transformado todo. Warhol había contagiado a Fassbinder, a los Rolling Stones y hasta al nuevo periodismo (recordemos la impactante Interview, la revolución fashion hasta en los kioscos). El efecto de Warhol fue centrífugo, lo salpicó todo. Pero ¿podemos decir lo mismo de su discípulo? Volvemos al principio de estas líneas, ¿qué queda de él?
Basquiat tendría hoy la misma edad de Bono, Leós Carax y Jeffrey Eugenides. Pero éstos tuvieron la oportunidad de seguir adelante, de extender sus propuestas, de envejecer –madurar puede ser un verbo muy tramposo– en público. A Basquiat lo reconocemos en una cronología que apenas si escapa del lustro. Basquiat se cierra sobre sí. Más cerca de un étnico James Dean que de un misterioso Arthur Cravan.
Trayéndolo a nuestras coordenadas, ¿qué es Basquiat para un artista argentino? ¿Quién lo reclama? ¿Alguien sub-50? ¿Existe algo parecido, en el medio que nos toca, a la influencia Basquiat? Es un interrogante envenenado, porque ¿qué se debería demandar? Curioso, Basquiat podría ser un cliché ochentoso, pero no lo es. O no del todo. Porque la influencia visual de Basquiat nos remite inmediatamente a una de sus fuentes: la gráfica. Revisemos un poco en lo más trash de la historieta actual, en ese alborotado y fluctuante margen que va de la ilustración a cierto diseño gráfico, pasando por algunas de las zonas del street art, y Basquiat reaparece por las influencias que lo hicieron posible. Me resulta más fácil reconocerlo en algunos porfolios presentados en un festival como el marplatense Trimarchi y en ciertos seguidores de artistas, como los enigmáticos Un Faulduo (densificado comic experimental), que en lo más mainstream de los circuitos del arte contemporáneo vernáculo.
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