› Por Keith Haring
Recuerdo la oportunidad en que conocí a Jean-Michel Basquiat casi tan bien como la última vez que lo vi. De hecho, cada encuentro con Jean-Michel o su trabajo era una experiencia memorable. En 1979, poco después de que llegara a Nueva York, empecé a “seguir” su trabajo. Las frases sencillas escritas en edificios, puentes y paredes en derrumbe parecían los balbuceos de un filósofo recién nacido. Eran inmediatamente identificables, no sólo por la firma SAMO sino por su claridad única y su inquietante sabiduría. Durante el año antes de conocer a Jean-Michel y su compañero, Al Díaz, seguí sus graffities religiosamente, a veces anotándolos y con frecuencia discutiéndolos con amigos. Para cuando conocí a Jean-Michel, ya lo respetaba mucho. Incluso en esos primeros tiempos, cuando estaba haciendo collages y fotocopias color, su trabajo tenía un poder que era, sin lugar a dudas, “real”. La intensidad y lo directo de su visión eran intimidantes. Jean-Michel quizás era un poco demasiado real para nosotros. No era complaciente, era desobediente y grosero si la situación lo requería. No era malicioso, pero era honesto. Desde el principio los graffities de SAMO advertían sobre el conformismo de ser un CLON DE 9 A 5 y JUGAR AL ARTISTA CON EL DINERO DE PAPI. Cuando empezó a exhibir sus pinturas, permaneció firme junto a sus creencias y rompió todas las reglas que pudo.
Cada aspecto de su trabajo parecía simbólico de su desdén por la conformidad, verlo pintar, usando su pincel como un arma, caminado sobre pilas de dibujos terminados o a medio terminar tirados en el piso, la transformación de cosas encontradas en la basura en objetos de arte, los lienzos que ataba o martillaba. Era el poeta supremo: cada gesto era simbólico, cada acción un evento. Me contó sobre una cita que tuvo en las oficinas de Fiorucci en Nueva York. Llegó cargando un lienzo que recién había completado, lleno de pintura fresca. Un montón de pintura cayó y manchó la alfombra y el sillón de cuero, y lo echaron de la recepción; nunca volvió. Una vez le tiró una pila importante de dólares, desde un taxi, a un mendigo que estaba en la esquina de Houston Street y Bowery. Jean-Michel hacía constantemente cosas que otra gente secretamente deseaba y no tenía el carácter para hacer. Este era su verdadero genio. Le sacaba la ropa al emperador. Cuando provocaba para criticar, en general uno terminaba criticándose a sí mismo y a sus propias estrecheces mentales.
La última década no fue fácil para ser un artista, especialmente para uno joven, inusualmente talentoso y honesto. Conseguir el éxito no fue un problema para Jean-Michel. No bien la gente vio su trabajo, reconoció su valor y empezó a coleccionarlo. El éxito en sí mismo era el problema. El mundo del arte siempre está ansioso de agregar nuevos sabores a su cada vez más agotado establishment. En su ansiedad por encontrar nueva sangre, la honestidad suele reemplazarse por superficialidad. El bombo publicitario del mundo del arte en los primeros años ’80 tenía la necesidad de catalogar y etiquetar, y agrupó a los artistas de maneras que resultaban sencillas para los medios. Así, Jean-Michel fue etiquetado como un artista del graffiti. La manipulación y falsa representación de este grupo hipotético es un perfecto ejemplo del mundo del arte en los ’80. Gente con el creciente interés de coleccionar arte como inversión financiera y el resultante boom del mercado del arte hicieron difícil que un joven artista se mantuviera sincero sin volverse cínico.
El arte se pagaba y la gente hacía dinero. Para el horror de mucha gente, Jean-Michel no sólo era un genio en su trabajo, sino que era muy inteligente para vender sus cuadros. Era increíblemente generoso con su trabajo pero odiaba sentirse engañado o que le hicieran trampa, por eso la larga lista de confrontaciones con vendedores durante años. Desde cortajear trabajos sin terminar hasta vaciar un bol de frutas secas sobre la cabeza de un fastidioso coleccionista, defendió su derecho a ser respetado como artista. Quizá sus payasadas ayudaron a mostrarle su propio rostro al mundo del arte. Quizás hasta aprendieron algo.
En el medio de su éxito retuvo su personalidad y la frescura de su visión artística. No puso en juego ni su individualidad ni su trabajo. Las pinturas se hicieron cada vez mejores. Su obsesión con pintar y dibujar produjo cientos de trabajos. Creó una vida de trabajo en diez años. Codiciosos, nos preguntamos qué más pudo haber creado, qué obras maestras nos fueron arrebatadas por su muerte, pero lo cierto es que creó el suficiente trabajo como para intrigar a generaciones futuras. Recién ahora le gente empezará a comprender la magnitud de su contribución. La cualidad literaria de sus pinturas todavía no ha sido explorada. La forma en que armaba y desarmaba el lenguaje ha revelado nuevos significados para viejas palabras. Usaba las palabras como pintura. Las cortaba, las combinaba, las borraba y las reconstruía. Cada invención, una revelación.
La facilidad con que Jean-Michel conseguía ser profundo me convenció de su genio. Su vida y su forma de vivir, que me enseñó con ejemplos y gestos decididos, lo elevaron al rol de maestro. Pero quizá simplemente su intensidad lo haya convertido en un héroe.
Este artículo de Keith Haring se publicó
originalmente en la revista Vogue,
en noviembre de 1988.
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