› Por Verónica Gómez
Sobre el modular del living, en las estanterías del cuarto de los niños, bajo el cobijo de una vitrina o en los recovecos de las hornacinas de las casas antiguas, suelen entablarse conversaciones sotto voce. Los protagonistas de estos peculiares diálogos son sus moradores: adornos, obsequios traídos de parajes más o menos remotos, souvenires de fiestas de quince, muñecos y otros objetos variopintos de identidad y procedencia dudosa. Pero si estas relaciones gozan de cierta estabilidad, cimentadas en una convivencia doméstica prologada a veces por décadas, hay otros encuentros de índole mucho más pasajera. Y el tablao perfecto para estas coreografías casuales, poco espectaculares y a menudo inadvertidas, es la mesa de un bar. Allí, la jarra pingüino precede una ceremonia coloquial en la que participan una copa de vino y una flor casi marchita. Una botella trémula se enamora de un plato de postre donde descansa un pedazo de fresco y batata. El plato, a través de la baba que exuda el postre típico, parece llorar por ese amor de imposible consumación: nunca estará a la altura de la botella. “Y hoy resulta, que no soy de la estatura de tu vida”, podría cantar ese plato a esa botella, haciendo suyas las palabras de Javier Solís. Moscas negras zumban al son del melodrama, guiadas por un dulzor pringoso.
Embebido en esa atmósfera de encuentros y desencuentros, Max Cachimba, artista de culto nacido en Rosario en 1969, y residente del barrio Fisherton, nos ofrece una muestra pequeña pero frondosa, bajo el título Introducción al bolero, que puede visitarse en estos días de clima cambiante, antesala de una primavera dubitativa, en Musetta Caffé.
Distribuidos en dos salitas, a la manera de altares improvisados, las pinturas y dibujos de Max Cachimba son viñetas, tan graciosas como enigmáticas, de esa música caliente como caramelo líquido venida de las Antillas. El repertorio desplegado incluye varias postales y fotos antiguas intervenidas por Cachimba, y breves escrituras en la pared, como frases susurradas al oído torpemente. La muestra tiene banda sonora y olorosa: los vahos del café humeante sobre la mesa del bar contiguo, el tintineo de las cucharitas revolviendo el té, el chasquido de tenedores chocando sus dientes filosos contra el plato al atravesar una torta, chops de cerveza golpeando sus panzas vidriadas en el brindis, el crujir de una galleta crocante. Golpear, cortar, chocar, triturar, quebrar. Qué actividad tan desgarradora es, al fin y al cabo, la de comer y beber. Y cuánto placer nos proporciona. Como el amor. Pero no cualquier amor, sino ese tipo de amor que incumbe al bolero: orgulloso, exagerado, celoso, meloso. Todo matiz emotivo puede caber en el bolero, siempre y cuando no sea mesurado ni aliente algún tipo de estreñimiento sentimental y, mucho menos, miedo al ridículo.
Si los formatos que Max Cachimba elige son pequeños, dentro de ellos tienen lugar sucesos de gigantesca repercusión. Se abre el telón y nos topamos con un enorme ojo expulsado de su cuenca ocular que se posa sobre un zapato huérfano en un día de tormenta. Otro ojo desterrado es crucificado bajo la sentencia “Olvido” y puesto a flotar en un barquito rosa como centro de un paisaje idílico, mientras la noche se anuncia cual pelota negra y agujereada sin remedio. Una gallina, que podría haber sido inspirada en un adorno de cerámica, llora lágrimas de sangre. Otra, en idéntica pose, permanece muda junto a una copa rota. Y ahí viene María Elena, también gallina, pero muy fashion, con sus anteojos ahumados y sombrerito coqueto rematado en flor, recordándonos que no todo es sufrimiento en los caminos misteriosos del amor, que también ese misterio está hecho de seducción y de prestancia.
Max Cachimba no siempre fue Max Cachimba. Solía llamarse Juan Pablo González hasta que decidió trocarlo por un nombre de fantasía, un seudónimo que inventó buscando musicalidad, guiado “por una necesidad de acompañar en armonía el tono general de sus trabajos” (dixit M. C.). Cuando tenía 15 años, Max, en ese entonces todavía Juan Pablo González, ganó el primer premio en la categoría Dibujo del concurso “Fierro busca dos manos”, organizado por la revista Fierro, hito que inauguró una colaboración de siete años con la revista, interrumpida por el cierre de la publicación, en 1992, y renovada con la reapertura de la revista, en 2006. El jurado de ese concurso, Juan Manuel Lima y Juan Sasturain, alentó la formación de una dupla creativa: Max Cachimba y Pablo De Santis (quien había ganado en la categoría Guión), lo que redundó en un puñado –abundante, por cierto– de libros con guión de De Santis e ilustrados por Cachimba, como Transilvania Express: guía de vampiros y de monstruos, Rey Secreto, Astronauta solo, y Rompecabezas (Ediciones Colihue, 1995) que reuniría una selección importante de sus historietas aparecidas en revistas desde mediados de los ‘80.
Fácil fue empezar a tomarles cariño a ciertos personajes fetiches del artista, como sus enormes pollos decapitados flotando en climas metafísicos, sus simpáticos enanos de jardín, sus patos y lobos trompetistas y sus cabezotas parlantes con forma de huevo. Historias como Calvario metafísico de un oficial prusiano son sencillamente sublimes.
En 2004 el libro Humor idiota (Pequeño Editor) se ocupó de recopilar las tiras cómicas de Max, donde el humor es el resultado de situaciones tan absurdas que alcanzan cómodamente el delirio y el ridículo.
Innumerables revistas recogieron las ocurrentes perlitas de Max, como Inrockuptibles, Lápiz Japonés, Qué Suerte y Dolor de Ojos. Junto a Liniers, Tute, Alberto Montt y Decur, desde 2010 publica en la revista digital Bonete.
Cachimba es de uno de esos artistas rara avis, capaces de transitar sin conflicto a la vista circuitos que, si bien emparentados, no gozan de una comunicación tan fluida como podría esperarse: la ilustración, el cortometraje de animación, la historieta, la música y la pintura. Sus obras pueden ubicarse cómodamente en una galería tanto como en una revista. Dar aliento a un cortometraje como a una banda de música (fue integrante de la banda Ernesto y su Conjunto, con la que grabó su primer disco, Stupid Planeta). Tal vez su obstinación en mantener su trabajo en el territorio del amateurismo (sin detrimento de la calidad indudable que poseen sus obras y sin quitarles profesionalidad) reviste su postura de cierta aura romántica, tan demodé en estos días en que los artistas se parecen tanto a los empresarios.
Las pinturas de Max Cachimba tienen esa opacidad material que les da un toque atemporal a sus visiones. Sumergidos en climas oscuros, parcos, los objetos se ensimisman sin derrochar ni derramar sentimiento, sino que parecen guardarse todo para sí, dejando apenas una o dos pistas de la conmoción interior. Contenido, el jarrón del cuadro llamado “Sortilegio” posa inmóvil sobre una mesa de dudosa estabilidad en la que yacen cuatro hojas caídas del ramo de flores. No hay grandilocuencia en el gesto. No hay drama en el desprendimiento de las hojas cuya separación no parece haberles afectado en nada, ni siquiera en el color, que sigue gozando del mismo verdor que las hojas que el ramo aún conserva. La mesa, como el jarrón, es personaje: el mantel bien podría ser la falda rígida y ondulante de una dama y las patas rosas tienen algo de piernas bien torneadas. Las venas que recorren los ojos gigantes son también rígidas, desprovistas de congestión. Max parece señalar los signos del dolor, los nombra algo esquemáticamente, de la misma manera un poco naif y efectiva que lo hacen los exvotos, sin recurrir a las torsiones de la línea, ni al amasado de la materia, como lo haría Lucian Freud con los ojos de su madre. Si los boleros derrochan sentimentalismo, gustan de regodearse en la herida, en la autocompasión y en el detalle doloroso de un pasado ambarino, si ostentan las llagas del desencuentro y, en sus versiones más rencorosas, arrojan maldiciones a aquel ingrato que traicionó el amor devocional, las pinturas de Max se corren de esa sintonía para apelar a la ternura, de tinte oscuro a veces, y a cierto sistema de representación ingenua para decir que, después de todo, la cosa no es tan grave. Que en nuestra condición de despechados, traicionados u olvidados, el patetismo resulta tan ridículo como una jarra pingüino. Eso sí, ridículo, pero digno.
También el bolero y sus cantores gustan del humor. No importa si el corazón se viene arrastrando por las alcantarillas de la desesperación, siempre hay tiempo para rematar el melodrama con una buena dosis de humor crudo. Joaquín Sabina un día piropeó a Chavela Vargas así:
–¡Ay, Chavela, tú cantas los boleros con las tripas!
A lo que ella, ni lerda ni perezosa, contestó:
–No. Yo los canto con el coño.
Introducción al bolero de Max Cachimba se puede visitar hasta el 20 de septiembre en Musetta Caffé, Billinghurst 894.
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