Domingo, 3 de noviembre de 2013 | Hoy
Por Martín Pérez
“Por favor no me liberen/ la muerte
significa mucho para mí”.
Lou Reed, “The Blue Mask”
En el libro Between Thought And Expression, el primero en compilar algunas de las letras de Lou Reed, debajo de muchas de las canciones se puede leer una sucinta anotación de su autor. A veces se trata de confesiones redundantes –debajo de “Venus In Furs”, el comentario es: “Escribí esto después de leer el libro de Sacher Masoch”– pero en su mayoría cada aparente obviedad no deja de ser reveladora. Por ejemplo, debajo de “How Do You Think It Feels”, la breve aclaración de que cuando dice speed se está refiriendo a metadona líquida inyectable convierte “apurado y solo” (“speeding and lonely”) en “drogado con metadona y solo”, y completa para los incautos el significado del “Cómo creés que se siente” del título de la canción.
Para lo reservado que fue Reed con respecto a su vida privada –al menos durante sus sobrios años de madurez– es una sorpresa descubrir aquí y allá detalles específicos, como que Candy era una drag queen de Long Island llamada en realidad James Slattery, o que fueron 24 los tratamientos de electroshock que recibió a los 17 años. No faltan concesiones a su característico humor seco y negrísimo, en general a costa de su interlocutor –“Me casé”, sintetiza con “The Bed”, y la siguiente frase que se lee es “Nos divorciamos” bajo “Sad Song”, dos temas de su oscuro disco Berlín–, pero por lo general todas las notas terminan siendo reveladoras. Por eso resulta inevitable, al hojearlo luego de la reciente noticia de su muerte, detenerse en los versos de “The Blue Mask”, que Reed presenta como un “Autorretrato”.
“Descolgá la máscara azul de mi rostro y mirame a los ojos/ me excita el castigo/ siempre fui así/ detesto y desprecio el arrepentimiento”, canta en el tema que bautiza el álbum con el que, a comienzos de los ochenta, volvió a las fuentes, resumiendo lo mejor de su arte y dándole forma –junto al guitarrista Robert Quine– a un sonido que lo acompañaría durante toda la madurez. A los cuarenta años, y a doce de haber abandonado The Velvet Underground, Reed se volvía a colgar la guitarra y extendía su dedo índice acusando a los débiles: “Sucio es lo que sos y limpio es lo que no/ merecés ser sonoramente castigado”. Ese es el personaje que perfeccionaría durante toda esa década hasta –eligiendo cada vez mejor los destinatarios de su rabia– desembocar en New York, su gran disco político y anti Reagan, el que le terminó de devolver la respetabilidad y con el que comenzó a cimentar su largamente merecido lugar como uno de los iconos del rock ante el gran público.
Ese es nuestro Lou, el que pudimos ver desde acá, que recién asomó al ADN musical del rocker local después de la caída de la dictadura. Si la resistencia ante el gobierno militar obligó a cerrar filas alrededor de lo que hasta entonces se conocía como rock, cuando ese dique se rompió todo lo que vino antes del punk, el punk mismo y el post-punk supieron llegar al mismo tiempo. Siempre se dice que fue Luca Prodan al frente de Sumo el que metió de prepo al rock nacional en la década del ochenta, y no sorprende entonces que Luca haya sido el primero en encarnar a Lou Reed por estos pagos. No en vano la versión en vivo de Sumo de “Leave Me Alone” –convertida en “Dejame en paz”– fue la elegida para abrir Fiebre, el disco póstumo del grupo. Y el otro que traducía el mito Reed era el entonces olvidado Calamaro post-Abuelos y pre-Rodríguez, que antes de escapar de la indiferencia porteña para reinventarse en España supo probarse el traje de Lou en temas como “Con la soga al cuello” o “Dos Romeos”, y también en el luego tan encontrado “No se puede vivir del amor”.
Además de la credibilidad rocker, resultó esencial para la construcción del Lou Reed que supimos conseguir la labor de la prensa dedicada al género, y la verdad es que prensa es algo que –una vez construido el mito, al menos– a Reed nunca le faltó. Es cierto, las mejores muestras de su proverbial mala leche responden a su relación con los periodistas, a los que detestaba. Pero no se puede negar que fueron sus mejores apóstoles, y más de este lado del mundo, donde muchas veces esas historias llegaban antes que la música. Y, por supuesto, la prensa también llegaba antes que el público. Cuando Reed debutó, tardíamente, en Buenos Aires, en 1996, rompió su reticencia a pedido de su promotor, ya que la venta de entradas era floja. Sólo así fue posible el milagro –imposible en otro contexto– de una conferencia de prensa extensa y generosa, con un reducido grupo de periodistas especializados, atraídos por el mito y su fanatismo, ante un artista que no quería huir del lugar ante la menor excusa sino que estaba dispuesto a que las preguntas siguieran apareciendo.
Para su tercera y última visita, poco más de una década más tarde de aquella primera vez, el mito ya estaba totalmente construido. Un mito con base en el lado B del rock, legitimación por la prensa especializada, y admiración por parte de la comunidad artística. Al subir a escena como invitado en un tema del show de su pareja Laurie Anderson, en 2008, Lou Reed ya no era un rocker, sino un artista contemporáneo. Más cerca de Yayoi Kusama que de Bob Dylan, más allá de los méritos que haya acumulado por mérito propio cada uno de los tres. Y del lugar que realmente ocupen dentro de los ámbitos en los que se han ganado su sitio en la historia.
Sin embargo, intentar dilucidar el lugar de Lou Reed en el panteón del rock a partir de un paralelismo con Bob Dylan no deja de ser algo tentador. Y una injusticia, claro. Pero desde este lado del mundo es posible entender mejor los argumentos de quienes, en la profusión de obituarios aparecidos en estos días, se atreven a levantar la mano a favor de Lou. Desde las páginas del semanario neoyorquino Village Voice, Peter Gerstenzang sostiene –por ejemplo– que, a pesar de que Dylan suele llevarse el crédito de haber sido quien por primera vez se tomó en serio eso llamado rock, Reed está a la misma altura. Y recuerda que cuando Bob hablaba en clave del Tambourine Man –como Seru Giran cantando sobre Alicia en el País, por ejemplo–, Lou estaba esperando a su hombre, con 26 dólares en la mano, sin claves ni metáforas para maquillar lo que estaba diciendo.
Uno de los críticos de rock más castigados por Reed, el venerable Robert Christgau –lo insulta con nombre y apellido en el álbum Take No Prisioners por su reseña de Street Hassle–, celebra en la despedida publicada por la revista Spin que en los discos en vivo Perfect Night (1998) y Animal Serenade (2004), “se lo escucha ingenioso en escena, disfrutando su guitarra, y palpablemente orgulloso porque ha escrito una cantidad de canciones que la gente quiere escuchar”. Algo que subraya el gran logro para un artista de las características de Reed, inclaudicable con su visión, y siempre dispuesto a darle una cachetada antes que una caricia a su público: el hecho de que haya podido disfrutar del reconocimiento en vida. Después, claro está, de una larga travesía por el desierto.
Lou Reed murió el domingo pasado a los 71 años. Son casi tres veces 27, la edad en la que fallecieron los integrantes del club de los mitos fúnebres del rock, un ámbito que supo tener durante mucho tiempo un lugar destinado para el buen Lou. “El rock’n roll es tan genial, que la gente debería empezar a morir por él”, aparece diciendo en Please Kill Me, canónico libro sobre el punk. “La gente está muriendo por todo lo demás, así que... ¿por qué no por la música? Morir por ella. ¿No es bello? ¿Vos no morirías por algo bello?” Legs McNeil, uno de los autores del libro, recordó esta semana esta épica frase de Lou, que sólo él podía decir, que oficia como una suerte de prólogo de su historia oral del punk. Pero se olvidó de agregar que la cita no terminaba ahí.
“Tal vez debería morir”, es lo que decía a continuación Lou. “Después de todo, todos los grandes cantantes de blues murieron. Pero la vida se está poniendo buena ahora. No quiero morir. ¿Quiero?”, negaba y se preguntaba entonces Lou Reed, el hombre que no quiso detenerse en los 27.
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