Lunes, 12 de mayo de 2008 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › CRíTICA. REYES DE LA CALLE, SOBRE UNA NOVELA DE JAMES ELLROY.
Por Leandro Arteaga
Reyes de la calle. EE.UU., 2008
Dirección: David Ayer.
Guión: James Ellroy, Kart Wimmer, Jamie Moss, a partir de la historia de James Ellroy.
Intérpretes: Keanu Reeves, Forrest Whitaker, Chris Evans.
Duración: 109 minutos.
Salas: Monumental, Del Siglo, Village, Showcase.
Calificación: 7 (siete).
"Somos la policía. Hacemos lo que queremos". Pues bien. Así las cosas. Y si se trata de un guión de James Ellroy, no hace falta siquiera señalar la premisa. Corrupción, ley endeble, antihéroes carcomidos. Aires que remiten a Chandler, pero también con algún toque sádico de Spillane. Entre Philip Marlowe y Mike Hammer, entre la lealtad a principios morales y su manipulación perversa. Bienvenidos al mundo negro de Ellroy.
Pero Reyes de la calle también es una película de Hollywood. Lo que significa que el submundo literario de Ellroy -cultivado en novelas como Los Angeles al desnudo, América, Jazz Blanco- debe adecuarse al actuar plomizo de Keanu Reeves. Porque es él el antihéroe del film. El, con su cara de niño desconcertado, es quien bebe vodka de botellitas, planta pruebas falsas en la escena del crimen, y se debate consigo mismo ante el cariz que toman las circunstancias. Tratemos de ignorar la cara siempre igual e inverosímil de Reeves, y reparemos en cosas más interesantes.
Como por ejemplo la ambigüedad desde la que Reyes de la calle se plantea. Porque como en toda temática policial noir, nada es lo que parece. Quien es un pésimo ejemplo para la fuerza policial será aquél que le devuelva algo de dignidad. Pero sólo algo. Porque las cenizas de la corrupción quedan. Y se respiran como parte de un aire viciado, al que los pulmones de la ley ya se han acostumbrado. Tal es el ambiente enrarecido en el que se mueven los personajes. Por mucho que se haga, el brazo quebrado sólo significará tanto como una gota de agua, en un océano social que elige despreocupadamente entre lo que debe y no debe hacer.
El detective Tom Ludlow (Keanu Reeves) es consecuencia de ello. Sólo podrá revertir su accionar cuando la bofetada la reciba en carne propia. De manera violenta. Desde un accionar casi dialéctico. Mientras chapalea en la porquería que ha ayudado a provocar. Ludlow evoca sus viejos tiempos de dupla policial en recuerdo de su compañero asesinado. Un blanco y un negro patrullando las calles. Odiados por negros y blancos respectivamente. La elipsis del relato obliga a pensar que algo pasó para que la amistad se distanciara. Algo ocurrió para que aquellas ideas de fraternidad para el ejercicio equitativo de la ley comenzaran a resquebrajarse. En este sentido, Ludlow reúne las marcas del antihéroe "a la" Ellroy: casi un despojo de tiempos idos, vuelto un psicópata tierno, de arranques racistas, y portador insólito de una moral digna, capaz de surgir en el momento límite.
El film se sostiene desde estos lugares, que son aquellos desde los que se define, precisamente, el género negro. Sí podemos señalar el modo precipitado desde el que se acerca a su desenlace, mientras obliga a una resolución bastante caótica. Pero el espíritu que moviliza a la historia está allí. Presente como una nebulosa que nos permite ver de modo turbio. Esto es lo que uno disfruta. Puesto que de lo que se trata, en última instancia, es de compartir una historia de detectives y ladrones. Unos no tan buenos. Los otros necesariamente malos. Las fronteras divisorias se han casi esfumado. Y en el medio estamos los espectadores. Tratando de vislumbrar algo más claro, menos confuso, en el medio de tanto smog de ciudad.
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