Lunes, 16 de marzo de 2009 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › GRAND TORINO, UN RELATO A MANERA DE DESPEDIDA
Por Leandro Arteaga
Gran Torino. EE.UU./Australia, 2008.
Dirección: Clint Eastwood.
Guión: Nick Schenk, Dave Johannson.
Fotografía: Tom Stern.
Montaje: Joel Cox, Gary Roach.
Música: Kyle Eastwood, Michael Stevens.
Intérpretes: Clint Eastwood, Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her, Brian Haley, Geraldine Hughes.
Duración: 116 minutos.
Salas: Monumental, Showcase, Village.
Puntos: 9 (nueve).
Desde ya que no podremos obviar al personaje matón y -aún cuando muchos quieran mitigar este aspecto- fascista de Harry, el sucio. Porque el Walt Kowalski que Clint Eastwood compone en Gran Torino es su reflexión, su autocrítica, su continuación.
El primer gesto que Eastwood da a su personaje, en el medio del sepelio de su esposa, es el de un gruñido. Rasgo cascarrabias que marcará su nexo familiar y social. Hijo y nieta que detesta signos de consumismo y avaricia social, más un barrio plagado de, según él, chinos o coreanos o lo que sea, porque son todos iguales; es decir, ratas de pantano.
A partir de lo cual podremos enhebrar otro de sus elementos de vida, ya que Kowalski es veterano de la guerra de Corea y mantiene impoluto el frente de su casa mientras no duda en amenazar con un arma a quien quisiera pisar el césped. Sólo su perra vieja más el también viejo pero magnífico automóvil Gran Torino parecen ser sus únicos compañeros.
Casi como si uno pensara en una suerte de últimos años, solitarios y carcelarios, de aquél policía hiperviolento que delineara, por medio de sus films, el espíritu de los inmediatos años reaganianos. Pero, visto el ánimo entre duro y, porqué no, lírico del cine de Eastwood, sabe bien uno que los tiros, digámoslo así, no serán precisamente los de siempre.
Gran Torino se permite erigirse, entonces, como una revisión social, más la autorecriminación que significarán los puños sangrantes del mismo Kowalski, quiebre que garantiza un momento cúlmine para la conversión del personaje. Pero esta conversión, que no dudará en buscar su redención, no caminará por los carriles usuales, aún cuando un gesto de cercanía se dibuje -por fin y para la presunta victoria del sacerdote- entre el catolicismo y él.
Porque el persistente cura irlandés, joven e inexperto -sabrá reconocer- en asuntos que conciernen a la vida y la muerte, no dejará por ello de plegarse, luego del más terrible hecho del film, a la reacción general y violenta, como si otorgara una licencia moral para el hecho brutal que, se presiente, Kowalski realizará como venganza. Es entonces cuando son otros los lugares que el film de Eastwood elige, más la identificación plena que supone su propia caracterización, lo que le permite analogarse con el proceder final de su personaje.
Si hay algo que se desprende, entre tanto más, es la sensación de que el ser norteamericano que destila Gran Torino no pasa por otro lado más que por esa misma mixtura racial que, dado el caso, ya provocaran tanto los rasgos polacos del mismísimo Kowalski como los de su amigo peluquero e italiano.
En Gran Torino se respira, también, mucho cine, sea tanto por lo dicho en los primeros párrafos como sobre todo por ese gusto clásico, sin efectismos ni golpes bajos o cámaras agitadas. Un film narrado de manera sobria, con la dureza propia, casi ríspida, del gran Eastwood, más esa manera poética que sólo él puede manejar, tan llagada como su propia voz cantora, susurrante y cortante, compañía musical de los créditos finales.
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