Martes, 19 de octubre de 2010 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › MIRADA SOCIAL Y ANTROPOLóGICA SOBRE LA OBRA DE 49 ARTISTAS ROSARINAS
La muestra ofrece la posibilidad de conectar ahora lo que no estuvo vinculado en su contexto social de origen. Ordenada autora por autora y con información completa sobre cada obra, la exposición tiene un rigor informativo poco frecuente.
Por Beatriz Vignoli
"¿Acaso soy yo el mar, el monstruo marino, para que pongas guardia contra mí?". Es la femenina pregunta que le hace Job (¡santo varón!) a un Dios atormentador. Y surge ante el ruido que hace la palabra "naturaleza" en el título de esta muestra de tesis magistral que es "La naturaleza de las mujeres. Artistas rosarinas entre 1910 y 2010" que, con curaduría de la historiadora Adriana Armando, reúne obras de 49 artistas rosarinas y ocupa tres pisos de la Fundación Osde Rosario (Bv. Oroño 973) hasta fin de mes. Pero, afortunadamente para los puristas del feminismo, la curadora aclara en el catálogo que "esta exposición alude a esa idea de feminidad aunque comprendida como una construcción cultural e histórica y no como una esencia inmutable". Y agrega que "una mayor presencia de mujeres en el ámbito del arte no implica necesariamente el encuentro con un arte exclusivamente femenino".
Ahora sí. A zambullirse con ganas en la sala del piso 4 donde los ojos claros y muy abiertos de Nicola Costantino en ese homenaje a "Los primeros pasos" de Berni que es Nicola costurera se espejan en los del retrato de una "Adolescente" pintado al óleo por la pionera Emilia Bertolé, como si la muchacha de 1927 se hubiera reencarnado en la rosarina internacionalmente reconocida de 2008. A su vez, el modo de Bertolé de trabajar el óleo produciendo luminosas mezclas ópticas de color vibrante, procedente de la técnica del pastel, resuena en las figuras post impresionistas que Rosa Aragone plasma a comienzos del siglo XXI. Pero de la semejanza no debe deducirse genealogía ni influencia: como advierte la curadora, en la primera mitad del siglo XX las artistas rosarinas quedaban aisladas por sus roles tradicionales. Salvo Bertolé, no iban a cafés.
La muestra ofrece la posibilidad de conectar ahora lo que no estuvo vinculado en su contexto social de origen. Ordenada autora por autora y con información completa sobre cada obra, la exposición es un oasis de cuidado estético y rigor informativo en un medio local que no suele deparar esos placeres. La estructura con que se organiza tan amplia diversidad es, en el fondo, simple. Depende de conceptos semánticos tales como referencia y grado de iconicidad, y se basa en polaridades: abstracto/figurativo, naturaleza/cultura, ciudad/campo, razón/sentimiento; todo lo cual va articulando, a través de un sobrio y eficaz montaje, un discurso visual argumentativo contundente.
Gracias a la capacidad de la obra de arte de producir sentido y sensación en forma inagotable, lo que se deja leer en todo el conjunto excede a un guión curatorial cuyo leit motiv es la reflexión en torno a las particularidades de un sujeto subalterno. El sentido de la lectura propuesta va menos en la dirección de lo estético que en la de lo antropológico, y (después de leer título y subtítulos de la muestra) es imposible no recorrer los tres pisos con la misma pregunta con que las primeras mujeres artistas de Rosario fueron recibidas: la pregunta por lo específicamente femenino en arte. Si la reiteración de formas no obedece a la transmisión, si cada autora estuvo sola con sus libros y maestros que enseñaban la tradición europea y debió prescindir de las visitas a talleres de amigos, de las horas de ocio y charla de sus pares varones, ¿a qué se debe si no que el color aparezca siempre como algo tan refinado, que la mirada sobre la naturaleza sea en todas tan afectuosa y compasiva, o que una proliferación gótica de detalles cumpla la misma función en los óleos figurativos de los años 80 de Verónica Celman (1948 1997) que en los de Constanza Alberione? ¿O por qué ese eco, en esta última, de los blancos de color de los paisajes metafísicos de María Laura Schiavoni?
Las preguntas no pueden generalizarse sin atender a la periodización histórica, que las divide entre ermitañas hogareñas o académicas, y emancipadas ya capaces de insertarse en el campo artístico donde absorber conscientemente tradiciones locales e influencias. Incluso a esa luz, los animales adornados de María Gabriela Di Franco, o los de madera de Flor Balestra, o los de Aid Herrera que parecen bordados folk de la primera mitad de los años 70 (fueron pintados en esa época), expresan la cultura extra artística femenina de embellecerse o embellecer la casa para agradar. Sí, las abstracciones del tercer piso rompen con la ortodoxia, y allí las pintoras Lía Martha Baumann (1926 1997), Angela Barr, María Suardi, Noemí Escandell, la pionera Susana Zinny y la escultora Susana Hertz (1919 2004) ofrecen algo así como un dharma de la geometría: predomina en sus obras lo cualitativo, el ritmo, la sintaxis, como en una identificación inconsciente con lo secundario y "otro" del arte y la cultura.
Hoy ciertas chicas posmodernas parecen jugar conscientemente con los discursos de género. Claudia del Río alude explícitamente a ellos con las frases que inserta en los vestiditos de sus collages; pero no están tan claras, por suerte, las intenciones del video performance de Lila Siegrist. Algunas autoras "atrasan" certeras, como cuando Evelina Calligari abruma de barrocas mostacillas unos hermosos monstruos a lo Hanna Hoech. O cuando Michele Siquot, quizás bajo la influencia de su par Silvia Lenardón, discípula de Grela, homenajea al maestro de su amiga en un collage textil titulado "Juan".
En el medio está la historia transcurrida y eso es lo más maravilloso de esta muestra: cómo vuelve visibles estilos olvidados y coyunturas precisas del pasado. Cuentan con una amplia representación no sólo la pintura, sino la gráfica y hasta el dibujo de esas dos décadas invisibles que son las del 70 y el 80. Clelia Barroso y Olga Vitabile despliegan, respectivamente, alegorías y paisajes ensoñados en grafito mientras que los aguafuertes de terrazas muy rosarinas de Liliana Gastón citan e incluyen carteles, graffiti, dichos: "No toque timbre... pase"; "Se vende", en unas fechas (1980 y 1981) que remiten al recuerdo fresco de fugas por los techos y exilios, a pérdida de la inocencia. Cuenta Armando en el catálogo que Los viajes de Nanina de Martha Greiner e Imágenes liberadas de Coti Miranda Pacheco integraron la muestra en la plaza 25 de Mayo de octubre de 1965. O que los calcos en yeso al modo de mascarilla funeraria con que Escandell, Graciela Carnevale, Lía Maisonnave y (¡bendito tú eres entre todas las mujeres!) Tito Fernández Bonina desafían a la muerte eternizando sus jóvenes rostros se vieron una exposición de autorretratos en la Galería Espacio en junio de 1967.
Ya del anné fou de 1968 consta un registro de la acción de Carnevale "El encierro", Ciclo de Arte Experimental, en calle Córdoba 1362. No lejos de allí, 42 años más tarde, la fotógrafa Andrea Ostera transmuta en líneas abstractas unos cables vistos en cuatro esquinas céntricas de la ciudad: Córdoba 1600, Paraguay y San Luis, Paraguay y San Juan, Paraguay y Tucumán, y hay tanta sustancia en esta feliz coincidencia como en el homenaje de Graciela Sacco al Rosariazo. Tanto Ostera como Sacco renuevan los usos de las técnicas fotográficas. Cabe lanzarse a inferir. ¿La relación de las mujeres con lo urbano y lo técnico estará mediada por una intención de subvertir lo dado? ¿Por qué, si no, Ada Tvarkos en los 50 y Elba Nalda Querol en 2004 abordan el arrabal, Luján Castellani fotografía luces para no ver y Romina Garrido, inspirada por la noción de refuncionalización en diseño, ilumina y lleva el bol de la cocina a la mesita de luz?
¿Importa? Pues no faltan señoras saloneras: María Angélica Junquet de Juncal (1893 1975); Ana Caviglia de Calatroni (1899 1981). Ni la magnífica apropiación pictórica del desnudo fotográfico surrealista y el collage dadaísta que hace Paula Grazzini (discípula de Julián Usandizaga), ni la formidable apropiación realista crítica del animalismo que hace Jorgelina Toya, ni el radiante neoexpresionismo de Verónica Prieto (que ya titulaba un acrílico sobre tela como "Yo estaba en llamas cuando me acosté en 1985", antes de la canción de Charly García) o el sereno plano detalle sobre el mismo estilo que hace Silvia Chirife, ni la musicalidad "Estridente y vibrante" (tal el título) de Silvana Scerra. Ni la gran escultora moderna Eugenia Paino, ni las aguafuertes intimistas de Roxana Celman, ni las tallas americanistas de Arminda Ulloa, ni los papeles entramados de Marina Gryciuk. Ni las singularísimas conexiones con la naturaleza que aparecen en los edénicos grabados en madera de Mele Bruniard, en las formas vegetales casi abstractas de Fabiana Imola o en las conmovedoras fotos de la inundación de Laura Glusman, quien además fotografió profesionalmente la muestra. Bienvenidas al canon y a un futuro en el que muestras como ésta ya no sean necesarias.
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