CULTURA / ESPECTáCULOS
› Por Marcia Bredice
Después del doce de enero no pude escribir más. Era el primer verano en mi nueva casa y la solitariedad ya no me parecía una buena idea.
Si ser triste es una propiedad inherente, podría confirmarse que una sola fecha basta en la vida de un hombre para que esa propiedad se le haga carne.
Contrariamente a lo que aventuran algunos, la tristeza no es la infelicidad. Si bien aquel doce de enero, lo que auguraba ser una vida tranquila trocaba en la tristeza más profunda (pues habían entrado a robar y se habían llevado mis ordenadores y mis backups), no me creí infeliz. Esa cifra en el calendario que marcaba una desventura, no había terminado por surcarme el rictus del infortunio.
Así fue que ordené lo poco que quedaba, volví a su lugar los libros esparcidos por manos ajenas y me dispuse a disfrutar de mi tristeza. El universo estaba diciéndome que nada de lo material podría alcanzarme y algo más doloroso: que debería reescribir los capítulos de la novela que, por entonces, ya eran treinta y nueve.
Nada nos cura mejor del amor propio y la jactancia que el reencuentro periódico con las raíces de la tristeza, propone Kovadloff.
La tristeza es el orden propicio para la contemplación y el conocimiento. Sólo en el influjo de la tristeza, la lucidez, el discernimiento, la búsqueda incansable del sentido reaparecen, como espejos de ese territorio poco visible al que rehusamos llegar.
No obra en el triste el desconsuelo, ni el caos, sino el poder inequívoco de la contemplación. La contemplación es para el triste su emoliente, su paliativo, su tisana. El triste contempla, resignifica, da nuevos sentidos a aquello que pareciera perderlos. El triste sana en su tristeza y vuelve a su pulso vital.
Si al melancólico la pena lo aniquila, al triste lo constituye, lo nutre, lo fortalece y lo ordena. El triste aprende a ver en los claroscuros de la miseria y la carencia, la aspereza de lo verdadero y lo esencial. ¿Podría volver a escribir cada uno de los capítulos de esa novela? ¿O acaso era mejor olvidarla, desexistirla?
El triste sabe de esa inagotable materia prima que es su tristeza; por eso es triste, porque lo sabe.
Me supe triste y supe que comenzaba para mí el camino impostergable de la contemplación y que de mí dependía hacerle parir a esa tristeza hijos húmedos y fértiles.
Ordenados los cajones y los libros, a solas con los papeles y las tintas, sin teclados a los que dictarles mi paciente trabajo de orfebre, viví mi tristeza y regué de tristeza el mundo. Comencé a exhumar los treinta y nueve capítulos de mi novela para volver a reescribirlos con mi pulso, minuto a minuto, en la existencia concreta y real que hacía de mí una triste que contempla y supera la inmovilidad de su tristeza.
Como los alquimistas en la búsqueda de esa piedra que mute los metales en oro, hice de esas configuraciones insondables de mis contemplaciones, de esos desdibujados límites del lenguaje que implica la tristeza, nuevas formas, nuevas páginas, nuevos borradores.
Volví a imprimirle a la lengua la desmesura que había soportado, el mutismo, el desarraigo. Y me supe, por fin, felizmente triste.
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