Miércoles, 19 de marzo de 2014 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › LITERATURA. UN MAR QUE EXISTE, POEMARIO DEL ESCRITOR CASILDENSE YAMIL DORA
A Dora la escritura de su nuevo libro le llevó aproximadamente un año: el tiempo que duró la agonía de un amigo muy querido. La extrema síntesis de esta poesía funciona como un velo que no permite entrever mucho ese trasfondo.
Por Beatriz Vignoli
Yamil Dora es uno de esos poetas que con las palabras más elementales construyen una voz que es capaz, a su vez, de conjurar un mundo. Nació en 1971 en Casilda (provincia de Santa Fe), donde vive y trabaja en un rubro que le deja las tardes libres para escribir. Se dedica también a la gestión cultural independiente. Estudió Lengua y Literatura en el Profesorado Manuel Leiva de Casilda y Filosofía en la Universidad Nacional de Rosario. Ha editado dos libros de poesía infantil (uno, Poemas de Casilda para chicos de todas partes, fue publicado en 2007 por la Municipalidad de Casilda, en colaboración con Beatriz Re y Cristina Martín; el otro, Una plaza, un niño y un poeta, salió por el Plan de Lectura 2009). Lleva publicados en Rosario cuatro libros de poesía: El ángel solo (2005), Los barcos olvidados (2007), Como playa que se puebla (2009) y Un mar que existe (2013). El primero es una edición de autor y los otros fueron editados por Ciudad Gótica.
Yamil Dora escribió Un mar que existe, según cuenta, hace un par de años. La escritura le llevó aproximadamente un año: el tiempo que duró la agonía de un amigo muy querido. La extrema síntesis casi ideogramática de esta poesía funciona como un velo que no permite entrever mucho ese trasfondo, al que los poemas exceden.
Paradójicamente, como decían los minimalistas, menos es más. Es cierto que se divisa un barco o nave que se acerca, inexorable, en la tercera parte, "Un mar que existe": "Yo soy un hombre./ Vos sos un hombre/ y un barco". En la primera parte, "Naves negras", el clima ya era el de un lunes a fines del verano; un clima de derrota, de resaca, de pérdida, de algo que se termina: "ay/ qué pobre el día que se viene/ con armas de juguete el tiempo/ se ha llevado todo".
El tono es elegiaco pero la voz es serena; y es tal la luminosidad que evoca cada imagen, que ninguna pena la empaña. La voz nunca se quiebra: la voz es la de quien canta. Ancestrales, los barcos y el canto vienen del este ("barcos", "este", son algunas palabras recurrentes). Y, en la tradición del canto, la voz se sostiene. Así es como no se quiebra. Musical, cantora, la voz recombina su repertorio, su alfabeto metafórico de palabras familiares, hondas, sonoras palabras como símbolos: viento, camino, cuchillo, pan, oro, mar. Esa liturgia humilde y noble remite a Vallejo, Neruda o Pedroni. Todo es alto en esta poesía, incluso los sencillos rituales cotidianos: "Tener fe que mi viento/ será de los vientos/ más altos// tener fe en el camino// en todos los vinos que juntos/ nos fuimos e iremos/ tomando// derrochamos el oro/ nos guardamos el pan// crecemos en viejos surcos/ que viejas manos/ sembraron".
Los poemas de la sección central ("Otras voces") son un poco más extensos y con versos de mayor aliento, con más espacio para datos anecdóticos como el nombre propio o fraseos propios de lo coloquial, pero siempre a la misma altura ennoblecida donde las palabras comunes son precisamente eso: el acervo en común, el poder reconfortante de simbolizar lo perdido, el amparo ante la contingencia que ofrece la hermandad creada en torno al canto. "Ya nunca/ tu mano blanca/ pedirá encendedores/ te fuiste sin plata/ en un barco/ que para en un puerto/ sin sol/ Ricardo/ yo fui creciendo/ en tus bares/ ahora crezco en los míos/ que nunca perdieron tu olor".
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