Lunes, 31 de julio de 2006 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › LA VIDA DE WILMOT, POETA Y CONDE DEL SIGLO XVII
Por Leandro Arteaga
El libertino (The Libertine) Gran Bretaña, 2004
Dirección: Laurence Dunmore.
Guión: Stephen Jeffreys, sobre su propia obra teatral.
Fotografía: Alexander Melman.
Música: Michael Nyman.
Montaje: Jill Bilcock.
Intérpretes: Johnny Depp, John Malkovich, Samantha Morton, Rosamund Pike, Paul Ritter, Tom Hollander.
Duración: 130 minutos.
Salas: Monumental, Del Siglo, Village, Showcase.
Puntos: 5 (cinco).
La figura de Johnny Depp se ha vuelto, a estas alturas, sinónimo de provocación. Desde la elección de personajes marginales y seductores, cuya raíz nos remonta al inolvidable Edward Scissorhands de Tim Burton, su hacer cinematográfico lo ha vinculado a films de directores notables como Emir Kusturika, Roman Polanski, Jim Jarmusch y Lasse Hallström.
Por ello, el nexo asociativo entre actor y personaje se cumple de modo perfecto en El libertino, desde cuyo prólogo un irreverente John Wilmot (Depp), poeta y Conde de Rochester en la Inglaterra del siglo XVII, habla al espectador y le advierte de su fogosidad sensual y de su ausencia de límites. Desde esta premisa, el relato nos predispone a un itinerario que promete escándalo y desprejuicio, en el marco de una relación tirante entre la popularidad del Conde y la inestabilidad de gobierno de Carlos II (John Malkovich).
Justamente, es la necesidad de revertir este prestigio endeble lo que hará que el Rey busque, en la dramaturgia de John Wilmot, a un sucedáneo de Shakespeare. Así, la obra para la corte y para la visita del gobierno francés se volverá un delirado desenfreno sexual, erigiéndose Wilmot monarca absoluto del proscenio, en directa afrenta al Rey de Inglaterra que observa, indignado, desde su palco.
Pero lo que hubiese podido ser una historia de desafío, desde la que el arte se revela como arma imbatible ante los designios del poder -tal como ocurre en Letras prohibidas, con Geoffrey Rush en la piel de Sade-, no deja de resultar un film con personajes impostados, no demasiado creíbles, y sin el desborde que las palabras del prólogo aseguran. En otras palabras, no se percibe, con claridad, la angustia de Wilmot, atravesada por dos historias de amor tal vez más decisivas que su enfrentamiento con el rey.
Pareciera ser que El libertino persigue una preocupación formal antes que argumental, teniendo en cuenta que la dirección fotográfica fue llevada a cabo con luz de vela (así como lo hiciera Stanley Kubrick con Barry Lyndon, en 1975).
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