Jueves, 6 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Miriam Cairo
En Escocia todos son escoceses. Pero en aquel país todos éramos de vivos colores y estampados.
Paridos de mujer, en aquel país habían nacido algunas bestias. Algunos ángeles. Y mucha gente. La injusticia gozaba de un aspecto saludable. El infortunio no era un bien que se transmitiera por testamento sino que formaba parte del paisaje.
En aquel país, durante el verano, desde los balcones del cielo descendía la noche. El perfume de las azucenas se filtraba como un éxtasis igualador que no igualaba. Y cuando el orador decía "somos felices", todos éramos felices. Y cuando decía "¡ganamos la guerra!", nadie veía la muerte de un soldado.
Aquel país, olvidadizo de sí mismo, tuvo tejedoras que hilaron las finas redes de su memoria hasta impedir que desapareciera lo desaparecido.
En ese país nacían y morían mariposas, corazones y murciélagos. Había tanta confusión rodando por sus bellos declives, eran tantos los mordidos por el hambre, los habitantes del desamparo, que su historia, como trágico poema, se interrogaba a sí misma de manera constante.
En ese país sobrevivía a veces lo mejor a lo peor. A veces lo peor a lo mejor. Allí, nada era para siempre. Todo era simultáneo e incomparable. A las dos de la madrugada un mendigo masticaba un escarabajo, un taxista atropellaba a su fantasma y las gobernantas hacían crecer su pelo de hoy para mañana. La diversidad era nuestra virtud y nuestro vicio.
En ese país algunos amasaban pan y otros lo comían. Las miguitas que se caían, alimentaban a los niños y a los pájaros. Digno de ver era el disfrute de gorriones y gorriones.
En aquel país los métodos fallados, fallaron. La riqueza no chorreó. No salpicó. La riqueza se afirmó a los huesos de los ricos, y eso fue todo. En ese país la riqueza se empecinó en no ser fluida, derramada. No cedió una sola gota. La riqueza fue una garrapata. Un bicho agazapado, una resumida plaga de la que los selectos no podían librarse.
Conmovidos, los salvos de semejante ponzoña, quisieron compartir tremenda desgracia y alzaron su queja. Entonces aquel país se partió en dos: en una banquina los unos y en la otra, los peatones con sus hogueras, sus ollas, sus lágrimas. A los autos la vida se les llenó de humo y dificultades porque los autos de ese país querían las rutas liberadas.
Entre una cosa y otra, en ese país había períodos en los que todos enloquecíamos. Una fiebre de triunfo nos movía a agitar las banderitas con la mano.
Teníamos, también, la etapa de los pregones, y los predicadores daban rienda suelta a sus destrezas para seducir y enmascarar. Las ideas mansas, con sus pezuñas de cordero, se unían al rebaño. Las más agraciadas caminaban en puntas de pie y movían su atrás con donaires favorecedores. Entonces, los libres gritaban ¡somos libres!, los trabajadores decían ¡trabajamos!, y cuando se abrían las cajitas de los votos, los vencedores provocaban aplausos y comparsas. Los mejores cantantes cantaban, los dotados de manos aplaudían, los reidores reían, los aviones se iban a las islas Caimán y había perros que no necesitaban collar porque no se alejaban de su amo. El propio país no se alejaba de su amo. A los collares de oro los usaban las primeras princesas, las primeras esposas, las primeras malcriadas
Y cuando los triunfadores triunfaban, venían cambios. De asientos. De mobiliario. De peluqueros. De maquillaje. Entonces, los esperanzados se animaban a decir ¡cuánta esperanza! y los pobres amasaban el pan con esperanza, y los peatones incomodaban a los autos con esperanza, y la esperanza iba de aquí para allá con las piernas cansadas.
Los ademanes de ese país a veces parecían derechos y a veces izquierdos. Las palabras adquirían una hermosura perversa y los mejores goles se hacían con la mano.
En aquel país, uno podía morir por los golpes de sus propias alas y reconocerse en la sombra infiel de alguno de sus fantasmas.
Sin que siquiera nos echaran, ese país se nos convertía en un pensamiento exterior a nosotros mismos, un territorio narrado por otros, el fruto de una imaginación exaltada.
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