Sábado, 8 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
-Hola Gary, tanto tiempo sin verlo -saluda la voz de Nicanor Pérez por teléfono.
-¿Cómo le va, mi viejo amigo? Espere que voy a bajar un poco el volumen de la música; no puedo escucharlo bien -contesto.
-No, no -me interrumpe-, seré breve. Además, prefiero disfrutar de Ellington mientras hablamos. Le dejé unos textos en el café de la esquina de su departamento. Desde mi última charla con Fernando me la paso buscando bolsillos en mis papeles. Su disparatada teoría me afectó bastante y por cierto ahora puedo notarlos con más claridad. Diviértase usted también tratando de encontrarlos. Había pensado en algunos títulos para los fragmentos que le envié: creo que el primero podría ser "El relato de Malone", el segundo "Aventuras de un detective argentino" y el tercero "Oximorones que no lo son". Fíjese si le gustan; si no puede cambiarlos. Tendrá que disculparme, pero lo dejo: estoy algo apurado. Prometo verlo pronto -se despide y me deja hablando solo mientras sigo escuchando el disco de Ellington.
"Fue el flaco Bermúdez, usted lo conoce, era el diariero que durante años vendía los diarios a la madrugada en Sarmiento y Santa Fe. Mientras esperaba la 'B', que llegaba muy de vez en cuando, conversábamos. Fue Bermúdez, le decía, el que sorpresivamente llegó con la noticia: Malone se había muerto. Malone nunca morirá, afirmó Zapata, él no se puede morir. Pero Riverita, que estaba menos borracho que los demás, dijo que esta vez era en serio, que se había muerto y la historia había terminado. No es posible, protestó Esternón García, tipo que por otra parte hacía años que se estaba muriendo, un Malone no se muere así porque sí. Esternón, pese a su nombre, que sonaba a voltereta en el trapecio, era un tipo delicado. La palabra muerte, la sola mención de esa palabra, le parecía una grosería y algo de lo que no debía hablarse. Cuando alguien dice muerte, nos explicó, y se los cuento a ustedes porque sé que eran amigos de Malone, me acuerdo de la tía Romilda comida por los gusanos, que le habían dejado limpito el esqueleto pero el aire, sí, el aire que la rodeaba seguía sucio y eso daba ganas de patear lo que estuviera más cerca y como lo que estaba más cerca era el cadáver limpito y blanco de la tía Romilda, nadie pateó nada. Bermúdez lo convidó con otra grappa y Argañaraz, que era un entendido en todas esas cosas, dijo que la muerte de Malone había comenzado en 1951 y que quien había estudiado todo el asunto era un irlandés formidable que siempre sostenía que él solamente trabajaba con la impotencia y la ignorancia. Después levantó su vaso y no agregó nada más."
"No podía llamarse ni Philip Marlowe ni Sam Spade, tampoco Donald Lam o Nick Charles, y nada tenía que ver con Hércules Poirot. Tampoco medía un metro ochenta o un poco más, es decir los seis pies de rigor: con buena voluntad llegaba a poco más de un metro setenta y cinco. Era gordo, tenía dentadura postiza, estaba ya viejo, había tenido que dejar el periodismo y además lo había abandonado una mujer que ya no lo amaba. Entonces decidió transformarse en un detective privado, sin agencia ni dirección conocida. Nadie sabía bien qué era lo que investigaba, pero lo hacía y tenía un cuaderno donde apuntaba el resultado de sus investigaciones, tanto sus fracasos como sus victorias, por llamarlas de algún modo. Era mi amigo, aunque debo aclarar que mis otros amigos apenas lo conocían. Tenía nombre, eso sí, Serafín Alonso López, y bastante sangre argentina con algunas gotas de tuco, como diría Ignacio Anzoátegui, autor con cuyas ideas discrepaba de manera absoluta pero a quien admiraba como escritor. Dormía mal y comía peor, de manera irregular: digamos, un huevo frito a las cuatro y media de la mañana y un té liviano con tostadas dietéticas cuando se levantaba. Como ya dije (como ya escribí) era mi amigo y agregaré ahora que también era rival de mister Wingren en el oficio de investigador.
Cumplía un ritual: fumaba un cigarro, volvía a leer los libros que había dejado sin terminar cuando se había acostado y escuchaba música. Desde muy joven tenía una obsesión por los objetos inútiles, además de otras obsesiones que no eran para nada inútiles pero sí peligrosas. Sé que por ellas siempre anduvo pagando más de lo que debía pagar. No había podido aprender a jugar nunca al ajedrez, pero como le gustaban las piezas y los dos poemas de Borges se había comprado un juego y había inventado, aunque tal vez ese no fuera el término, una forma distinta de jugar, en la que las piezas se movían de acuerdo a los dados. Tenía dados verdes para las negras y blancos para las blancas. El movimiento de las piezas era extraño; también los resultados. Decía que el resultado siempre era arbitrario y que no siempre ganaba el mejor: lo mismo daba que ganaran las blancas que las negras. No había dejado la inteligencia de lado, pero no era lo más importante del juego. Además, un cuento de Edgar Alan Poe y un artículo de Martin Amis lo habían convencido de que el ajedrez tenía algo de sospechoso. Pero no se lo contaba a nadie. Y jugaba en secreto a las damas, que nada tienen de inocentes pero la pasan bien por no parecer sospechosas."
"1.- Pensar en lo imposible nos salva. Aún cuando no sepamos con seguridad de qué nos salva. ¿De nosotros mismos? Puede ser. ¿De los otros? No, de los otros no nos salva nada. ¿Entonces? Pensar en lo imposible solamente podría ser necesario para evitar, al menos durante los momentos que dure la imaginación, la realidad que es paciente en esperarnos. Como en aquel poema que hemos recordado anoche, o quizá antes de ayer al mediodía, la berlina sigue detenida y él busca las llaves de Tecla, muerta hace treinta años. Los muertos -dice el poema- están ebrios de lluvia antigua y sucia en el cementerio de Lofoten. El sol sigue robando las sombras que son las que forman la ciudad y entonces vemos apenas lo que no tenemos demasiadas ganas de ver. Y ella, fresca como las pálidas hojas del amanecer, como los lirios húmedos de lo valles, sigue yaciendo a mi lado hasta que intente despertarla. Sí, lo imposible puede salvarnos del reloj del tiempo en el suceder temporal del ajedrez. Y de poco más.
2.- Ni Milosz, ni Ungaretti, ni Pound están aquí, en esta ciudad de inesperadas esquinas, de asombrosas veredas, de verdades menos sorpresivas que las veredas, de eficaces mentiras. Sí, me dice el viejo de la mesa cercana a la mía, aquellos que pasan por allá, que cruzan la calle, son fantasmas y vuelven de un largo viaje a buscar lo que siempre amaron y perdieron.
3.- Es por eso que esta noche invitaremos a Lubicz, a Ezra y a Giuseppe, quienes ahora sí han viajado a Rosario de improviso, a escuchar una buena sesión de jazz. Un amigo me ha dicho que estarán Tommy Ladnier y Bix Beiderbecke, que Earl Hines tocará el piano y que han prometido llegar hasta ese pequeño café de la zona oeste Charlie Haden para deslumbrarnos con su bajo y Billy Higgins para hacer tambalear los platillos y los tambores. ¿Se acercarán en algún momento Coleman Hawkins y Johnny Dodds? Dependerá de la noche y del ritmo de los relojes. Los esperamos. Con eso por ahora es suficiente.
4.- Otro viejo, que está en otra mesa cercana a la que fumo, tiene en los bolsillos poemas de Cesare Pavese, de Dylan Thomas, de Luis Cernuda. Me dice que les ha mandado un telegrama para que vengan. 'Y si vienen -advierte- habrá que cuidarse porque también vendrá la muerte y tendrá tus ojos y los ojos de todos y entonces deberemos caminar felices hacia ese punto del atardecer -un instante de musgo- que vemos pero que nunca podremos alcanzar.'
5.- Las tapas de algunos discos forman parte de la memoria de la música que contienen. Charlie Parker tocando en Estocolmo. La tapa muestra una imagen de Parker que tengo siempre presente en la memoria. Está sentado, relajado, las piernas estiradas. El saxo alto se estremece en la altura de los sonidos, en sus tensiones, en sus intensidades. Otra vez, en otro momento (pero ahora son ambos como el mismo momento), Chet Baker y Stan Getz tocaron también en Estocolmo. Stan se tomaba todo el alcohol que pasaba cerca suyo; Chet se hundía lentamente en los oscuros corredores de la droga. Pensar en ellos, recordar las tapas de esos discos y las caras de esos músicos, hace que resulte difícil seguir comiendo como si tal cosa lo que estoy comiendo. Debo dejar de hacerlo, entregarme tan sólo a lo que escucho, sentir algo de tristeza, o mucho de ella, pensar en el misterio aún no resuelto de esa música (en realidad de ninguna música que se precie de serlo). Hace unos días escuché obras de Bach en vivo, una celebración de eso que tendríamos que celebrar siempre: la presencia del Pro Música y de Cristián Hernández Larguía desde hace 45 años. Eso en un país que desde hace mucho tiempo le saca la lengua a la cultura y a la educación, como si fueran cuestiones de menor importancia. Las cosas se agravarán, creo, aún cuando a veces parezca que algo puede hacerse todavía."
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