Miércoles, 3 de octubre de 2007 | Hoy
Por Miguel Roig *
El verano boreal entra en el cuerpo del otoño y el frío y las primeras lluvias se retrasan. Pero el calor alterna con el regreso de la multitud y sus vehículos que colapsan las avenidas. Es raro.
Hace un par de semanas, tan solo, la ciudad apenas albergaba turistas y a los ocasionales ciudadanos que ya habían regresado de sus vacaciones.
En una de esas noches, cené con mi amiga Carmen.
El restaurante no tenía más comensales que a nosotros dos y a otra pareja, mayor, en la otra punta del salón. El camarero me dejó elegir una mesa espaciosa y bien ubicada, desde la que podía observar a la otra pareja y con un leve giro, la puerta por la cual entraría de un momento a otro Carmen.
El silencio y la calma luz de las discretas lámparas sobre los revestimientos de madera, invitaban a la contemplación absoluta. Por eso, al entrar Carmen vi sin velos algo que había observado en ella, sin demasiada atención, en los últimos encuentros: el cambio no ya en su manera de vestir, sino en sus gestos, en la mirada, en fin, en todo y cada uno de los detalles que conforman un physique du rol, como decían los viejos directores de teatro.
No es la chica que conocí hace tiempo, algo desaliñada, cabello corto, cara de sueño pero con ojos penetrantes que interrogaban para saber; vestida con pantalones gastados, camisetas y zapatillas, con algún detalle gótico a veces, con un toque naif siempre. Ahora sólo queda algún rastro naif en vestidos de cuidada elegancia; el cabello ha crecido, los gestos se han vuelto educados, plásticos, y los ojos, que parecen saber, no interrogan: tratan de confirmar su conocimiento.
Pensaba todo esto mientras cenábamos o mucho más tarde, en otro sitio, bebiendo una copa y ella contaba lentamente las contingencias de dos novelas suyas que aún permanecen inéditas y que deambulan por concursos y editores. Contaba también anécdotas de una nueva vida que justifica el cambio externo, de escritora a tiempo completo, de la renuncia a su cargo en una agencia de publicidad, de un viaje que ha hecho en julio, cruzando los Estados Unidos. Contaba estas cosas mientras se acomodaba la melena, dejaba dormir una mano sobre la falda y con la otra, casi como lo haría Audrey Hepbrun, alzaba la copa y yo recordaba a la chica que no hace demasiado tiempo se ponía un gorrito negro con orejas de gato en la cabeza sí: como Catwoman y cruzábamos el centro de Madrid.
Contaba, su cuerpo y su voz, la circunstancia de una mujer que no conozco.
Unos cuantos años atrás mi amigo Edgardo también supo sorprenderme con un giro inesperado. Si bien era bastante ciclotímico y de un carácter emocionalmente sensible, no se apartaba de sus compromisos profesionales y ejercía con aceptable rigor el rol de un marido y padre convencional.
En la agencia donde coincidimos en poco tiempo accedió al cargo más alto al cual se puede llegar. Poco a poco, pude ver como se iba diluyendo su expresividad elocuente, sus maneras expansivas se apagaban y, de repente, tuve frente a mi a un ser vencido, introvertido y triste.
Me deprimo, me decía con dolor.
Al poco tiempo, sin darle más vueltas al tema, renunció a su cargo. Los tontos de siempre, con no poca maledicencia, invocaban el principio de Peter, ese que señala que en una jerarquía todo empleado asciende hasta alcanzar su propio nivel de incompetencia. Pero en Edgardo se había abierto una puerta que, estoy seguro, desde hacía tiempo miraba a cierta distancia, midiendo con desesperada calma los pasos que lo separaban del picaporte.
Se puso una chilaba que había comprado en El Cairo, se calzó alpargatas, se dejó crecer el pelo y comenzó a armar cigarrillos no siempre con tabaco. Abandonó la casa y se instaló en el piso que utilizaban como estudio unos diseñadores amigos. Los fines de semana, en la terraza, organizaba asados que congregaban a una multitud y el foco de atención giraba en torno a su figura que con la chilaba y el exceso de peso te hacía pensar en Demis Roussos, cuchillo y tenedor en mano, cortando carne y contando historias de una vida que, por entonces, orillaba los cincuenta años. Para odio y envidia de sus jóvenes anfitriones, la fortuna no le trataba nada mal en el trato con las chicas.
Poco después volvió a Buenos Aires. Por entonces, no existía el email, las cartas eran de papel y las traía el cartero. Un día me llegó una de Nueva York. Es invierno, me contaba, las cañerías se congelan y revientan. Vivo con una bailarina rusa que conocí bailando tango en una milonga de Almagro. Me hielo, hermano, pero se aguanta.
En estos días acabo de leer la última novela de Don DeLillo, El hombre del salto. Es una novela ambientada en los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Justamente, una de las preguntas que se hace DeLillo es sobre los cambios, las mutaciones en las que solemos incurrir. En el caso de esta novela, la cuestión es si un hecho así puede actuar de bisagra en una vida y transformarla a través de la conciencia, del conocimiento. No voy a contar la trama pero si quiero referir algo que me pareció curioso (o aterrador). Parece ser que cuando ocurre un ataque suicida, en el que un fundamentalista implosiona su cuerpo para arrastrar a la muerte a un grupo de gente, los sobrevivientes, los que resultan heridos, a veces, meses más tarde, les salen bultos. Escribe DeLillo: "El suicida explota en pedacitos, literalmente pedacitos, trocitos, y hay fragmentos de carne y de hueso que salen volando a tal velocidad y con tanta fuerza, que se quedan incrustados, anidados en el cuerpo de cualquiera que se halle dentro del radio de la explosión. ¿Puede usted creerlo? Una estudiante, sentada en la terraza de un café. Sobrevive al atentado. Luego, meses más tarde, le encuentran algo así como bolitas de carne, de carne humana clavada en la piel. Lo llaman metralla orgánica".
La carne de otro en el cuerpo de uno, invadiéndolo, transformándolo para siempre, alcanzando de alguna manera la visión de Kafka, porque una conciencia no puede resistir inmune tamaña invasión.
¿Y estos otros movimientos de conciencia que cuento aquí u otros, que habrán ocurrido en el entorno de ustedes, qué cuerpo los atraviesa, quién y cómo los invade para arrastrarlos a la modificación?
Como en toda buena epifanía, estos tránsitos son imperceptibles y fugaces.
Así el verano atravesando el cuerpo del otoño.
Así en Carmen: serena, lejana, cuidada; fuera del comic.
Así en Edgardo, ausente de alguien que no quería ser, de un accidente.
Un personaje de la novela de DeLillo, sobreviviente del ataque, se refiere a los aviones que se incrustaron en las torres. Cuenta lo que vio. El primer avión, dice, parece un accidente, pero sólo el primero. Para cuando aparece el segundo avión, afirma, ya somos todos un poco más viejos y sabemos más.
Como en toda buena epifanía, decía, quizás los cambios a los que asistí hayan sucedido mientras parpadeaba.
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