Sábado, 1 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Miriam Cairo *
Ser un océano, una ola que insiste, que busca, que se mece en el estrecho margen de la ciudad. Ser el movimiento tempestuoso, el remanso y la profundidad. Un océano con otra memoria donde la vida se sumerge. Ser el abrazo fresco del agua. El sueño inmenso del mar. Ser lo no evidente. La gota que se va modulando como sílaba dispersa en la noche grave.
(Con qué estremecimiento lo he comprobado: tu boca es la desembocadura de todos mis ríos).
Sobre la boca famélica de vida apoyar el durazno sangrante. Ofrecer el incandescente fruto. La llamarada vivaz para el bocado. Darlo a comer, derramar el jugo y caer sobre los dientes como un sueño que se desprende de la rama del árbol.
(Tenso mi amor en un arco de oro. La flecha disparada rasga el miedo que nada sabe).
Ser amparo desde un silencio en el que no entra nadie. Ser una resistencia íntima mientras la ciudad construye sus grandes noches de tristezas familiares. Ser un socorro subterráneo, un pasadizo, una envoltura de baba, un impetuoso beso negro y una lamida suave. Convertirse en amparo en el instante en que lo invoquen y desplegar el voluptuoso gemido de los salvados. Estar allí como una presencia sólida, como un resguardo contra las palabras que no se mueven y los cuerpos que se desgastan. Estar allí atizando el fuego de la ternura lúcida. Estar con los ojos abiertos para ver que el desamparo se vuelve una costumbre doméstica y respetable.
(La noche me envuelve dos veces con la misma mano).
El cristal de una memoria pensativa donde se refleja lo que alguien ha sido y la imagen de aquello que todavía anhela. Ser el espejo frente al cual alguien se asombra de ser él mismo y descubre que su cuerpo muerto y sepultado, tiene todavía un gesto vivo. Ser el espejo donde se eternizan los instantes. Donde los cuerpos se duplican y se revuelven en un cálido combate. El espejo que ya no puede negarse a ver, y con su enorme ojo es testigo de la devoración del durazno sangrante. Ser el espejo en el que se puede reconocer ese lugar sin nombre donde dos hambrientos comen de la boca de la esperanza.
(Cae la noche sobre el fruto maduro y la flor diluida. Cae con su áspero aroma y su penumbra. Yo la beso sin que nadie sepa. Beso el espejo de otra boca y el silencio se vuelve un llamado clave).
De pronto perder el humano tamaño, las visibles dimensiones y convertirse en una morada, en un nido hecho con el ramaje de los sueños. Caber en el preciso espacio donde un hombre hecho ave nos clama. Anidar en la memoria. En lo intransferible. En los desesperados contornos de la soledad. Estar adentro de una mirada. En las horas de un sueño que libera. Anidar en una respiración, en un jadeo, en un grito. Abrigar el ansia. Reconocer el aleteo del ave amenazada y subirla al pasmo, a la natural exageración de la esperanza. Ser el nido donde arrullar el canto que nadie más escucha. Proteger con plumas y dientes, la resistente voluntad de los culpables.
(Habito en la desembocadura de un río secreto. En el fondo de sus aguas modulo las sílabas de los peces más pequeños. Canto la canción de los amados. Es extraño el lenguaje de la felicidad. Fuera del agua se percibe como el sonido de la canción de los ahogados).
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