Jueves, 6 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Jorge Isaías
Se lo ve en todas las fotos de los equipos del Club durante los últimos cincuenta años, por lo menos, aunque nunca haya jugado al fútbol. Eterno utilero, durante los partidos llevaba además una valijita de madera cuyo contenido era un misterio. Supongo ahora que habrá llevado una botellita de alcohol, algunas vendas y el infaltable frasco de aceite verde.
La había pintado de un rojo violento, donde un ojo blanco y redondo como un círculo guardaba en el centro una hache un poco vanguardista, con sus palitos verticales hinchándose hacia fuera, como pidiendo cancha, como diciendo: "ojo aquí viene un macho" aunque su condición femenina fuera obvia.
Heroica valijita de madera que está junto al utilero, a Teófilo Barco, a quien llamaban El Tata, en todas las fotos. Valijita que usaba como un arma certera contra la cabeza de algún adversario casual, en las escasas trifulcas de entonces. Cómo serían de esporádicas las peleas entre hinchadas que las canchas carecían del tejido reglamentario.
Los equipos salían de vestuarios vecinos, y siempre el mejor se lo dejaba como cortesía al visitante. Por ejemplo, en nuestro caso el que tenía baños. Los nuestros se cambiaban en unas instalaciones de la cancha de paleta, en rigor no era un vestuario o también lo hacían en el polígono de tiro que ya estaba en desuso entonces.
Líricos tiempos entonces. Donde el árbitro no tenía que ser escoltado por la policía para entrar a la cancha. Se vestía en la sede del club y algún comedido lo llevaba en auto hasta la cancha, lo dejaba en el portón y él entraba tranquilamente filtrándose entre el público.
Las hinchadas ocupaban los laterales y la local también detrás de los arcos. En el sector del lateral en nuestro caso también había una hilera de bancos, que todavía existen aunque ahora han agregado una pequeña tribuna. Los visitantes miraban el partido parados. Eso era todo.
Pero hoy, la hinchada visitante entra por otra puerta y por otra calle. Un alto tejido lo separa del que usa el árbitro para pasar a su vez hasta el campo de juego y además hay otro que separa a éste de la hinchada local.
Tanto tejido, tanto alambrado por un partido de mala muerte, diré parafraseando a Prevert.
Y según testimonian las fotos antiguas iba mucha más gente a ver los partidos, pese a que no hay estadísticas concretas, eso es algo ya indiscutible.
Hay que rascar mucho en la memoria para resaltar un hecho de violencia. Hoy no me acuerdo de ninguno que yo haya presenciado, si bien las pullas y las bromas siempre existieron. Pero no pasaban de un juego de ingenio.
Lo cierto es que Teófilo, o El Tata como prefieran, fue uno de esos hombres que ligó su vida a la Institución, aunque no necesariamente esté en la lista de los fundadores del Club.
El Tata fue el asador oficial del club durante los últimos 40 años, casi hasta un día antes de morir, a los ochenta y cinco años.
El tata, cuando ya no pudo hacer más nada por el club, pidió ir los domingos a colgar la red en los arcos y se le concedió. Se lo veía los domingos a mediodía con sus manos ya temblorosas ubicar las pequeñas argollas a los ganchos de los postes y luego partir hacia su casa a comerse los sacrosantos tallarines y regresar a horario para ver el partido.
En sus tiempos de utilero, aparecía con el bolso donde traía las camisetas rojas y los pantaloncitos blancos, las medias de franjas rojiblancas. Allí no había disturbios porque tenían su número. El problema venía con los botines porque cada cual quería usar el mejor. Salía del vestuario, es decir del polígono y con un gran bolso de lona marrón con nudo corredizo en la boca, al hombro; lo bajaba y se lo ponía entre las piernas y frenaba a los más ansiosos con su palabra calma y las palmas hacia adelante y en alto. Ademán que yo presuponía a Zeus cuando creó el Mar.
Paciencia muchachos que hay pa'todos...
Yo no me impacientaba, apoyaba mi espalda contra uno de los pinos que sombreaban densamente ese sector y esperaba. Cuando el último compañero obtenía su par de botines, El Tata metía la mano en el fondo del bolso y me tiraba ese par que nadie había querido. Porque eran los más grandes, una ventaja que me daba el gigantesco pie que tuve desde muy chico. Allí me decía:
Tomá Saía.
Omitiendo dos letras de mi apellido, porque al final era una cuestión de detalle.
Entonces sí, ingresaba nuevamente a las instalaciones y dejaba el bolso para salir con su valijita de madera. Ahora dejaba de ser utilero y pasaba a ser asistente. A veces, también cubría el lugar del aguatero, llevando además una gran bota de lona con agua para que tomaran los jugadores.
Cuando el partido se jugaba en otro pueblo, casi la única forma de enterarse del resultado era esperar los camiones que volvían con la hinchada.
En ese caso, cuando se le preguntaba:
Y Tata, ¿cómo salimos...?
Si el resultado había sido adverso, decía serio y seco:
Perdieron estos perros, che...
Y si era favorable, con una gran sonrisa repetía:
Ganamos, che, ganamos.
Y arrojaba esa gran gorra hacia el cielo, la eterna gorra que le cubría la cabeza y que aparece en todas las fotos como una gran paloma de sombra.
Cuando hubo dejado este mundo se pudieron envolver sus restos con la gran bandera rojiblanca en premio a su pasión, pero él tal vez no supo pedirlo en vida y la verdad es que a nadie se le ocurrió.
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