Jueves, 20 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Adrián Abonizio *
Ibamos a la canchita cuando podíamos y de dos maneras: la oficial de los sábados a la mañana, por los porotos, y excepcionalmente entre semana, cuando no daba para jugar en la cortada, por exceso de tráfico, por vecinos siesteros o porque nos venía del campo ese viento a alfalfa con tierra y anhelábamos sentir el roce de imán de la pelota sobre el pasto. Eso solo. Una inspiración de esquina.
En aquel macrocosmos había dos mundos: el de los adultos y el de los pibes; el dios que castigaba a los réprobos y el nuestro, rubio, permisivo; la esposa y la "otra" con la cual hacer todo lo que la primera no consentía; la ropa de vestir y la "para todos los días", la pelota de cuero y la común, hecha por lo general de medias de mujer con trapo dentro.
Los arcos se hacían con un bollo de ropa, con ladrillos o clavando un palito sobre el bleque o sobre las junturas del cemento. Los postes eran de madera y rectangulares no cilíndricos como ahora. Botines solo tenían pocos y su mantenimiento era exclusivo de betún o grasa . Ahora son de material sintético excelente y maleables.Antes solo los Sacachispas eran síntoma que uno había entrado al fútbol grande. Tenían un defecto: imposible pegar de chanfle. Su morro redondo los hacía defectuosos y eran de talón recubierto, lo que restaba movimiento. El olor de la goma era excitante y único: por única vez se los iba a tener luego de fingir esfuerzos por ser buenos y nos lo daban como la espada de caballero: para siempre, sin repuesto. Como la vida. No se usaban camisetas en los picados: era privilegio de campeonatos solamente. Pesadas de algodón tipo tiento y transpiradas eran como correr con un yunque encima. Reglas: gol de cabeza vale doble. Pecho y escapadita también. Palomita vale cuatro. Y cabeza sobre cabeza también doble.
Las reglas variaban de barrio a barrio y eran escrupulosas por su origen casi religioso que se respetaban más que al mismísimo Dios Padre. No obstante las puteadas más comunes aludían a su improbable existencia. Siempre ambos mundos, divididos, unidos por la cercanía de que la muerte era lejana aún, que la inmortalidad era posible y la dualidad una epidemia natural Esa tarde llovía y era molesto seguir jugando. Alguien metió el seis como para cerrar con un número redondo y nos refugiamos bajo un alerito. Allí estaba él. Un viejo, barbado, oliendo a arpillera sudada pero igual que en las estampitas, encorvado y no obstante victorioso. Hablaba que venía de los campos. Es Dios, susurró uno. Dios no fuma, aludió otro. Haga un milagro, dije yo para terciar. El extendió la mano y dejó de llover. Eso es casualidad, dije. Extendió la mano, volvió a llover. Me pidió la pelota: hizo jueguitos, los más vistosos que habíamos visto. Luego, de volea la colgó en una rama. Se reía Dios, se reía.
Dios era cruel, por algo pertenecía a ambos mundos.Le faltan los dientes, sentenció otro.Y ahí estaba ya siendo lo que era: un viejo sucio y deficitario, disfrazado de mago y capaz de tirarnos la pelota a la mismísima mierda. Se burlaba el dios ese, encima. Luis fumaba y ya aspiraba a entrar a la policía. Sacó del bolsillo una caja de fósforos de cera y arrojó uno encendido sobre el mono de pilchas. Cuando empezó a humear corrimos. Solo yo me quedé, atribulado. Su garra me retuvo de la remera. Y me echó la maldición que no voy a reproducir pero que se cumplió a rajatabla .Cuando me soltó ya había dejado de insultar: había escampado y lloraba sobre sus cosas destruídas.La pelota cayó al tiempo como un fruto, casi podrida.Por nuestra parte sé que nos fuimos opacando, dejándonos tragar por el mundo de tiburón blanco con doble mandíbula, doble moral, doble hilera de dientes, doble botonadura en aquel traje inmenso donde ya éramos un cuerpo con fantasma adentro, olvidando el haber pertenecido a las planicies prodigiosas de aquel mundo dual.Y si yo me demoré un rato de más fue solo para contar esto. Me fui apurado con mis apuntes, no sea cosa que llegara el comando radioléctrico y me llevara para siempre.
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