Jueves, 17 de enero de 2008 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Un sujeto altísimo, áspero, taciturno, me ha entregado un papel con los trabajos de la semana, muy prolijo, muy concreto, que no le deja oportunidad ni a mis dudas ni a mis confusiones. ¿Aducir que esa claridad aparente es, en sí misma, un signo de confusión? Creo que mi argumento no será aceptado. Seguramente ustedes me responderán que sólo se trata de intentar saber cómo se pueden vivir ciertas experiencias en los lugares que debo explorar. Acepto, entonces, mis tareas sin protestar (como lo hago siempre, por otra parte).
Lunes: escuchar a un volumen considerable y a distintas horas "Los mareados", "La que nunca tuvo novio" y "Adiós, nonino", en la casita que alguien alquiló para mí. Salir después a comprobar reacciones y responder preguntas, si las hay, prestando especial atención a las diferencias generacionales de los habitantes de las cuadras más próximas.
Martes: repetir la experiencia, aunque esta vez debo elegir discos de blues con versiones anteriores a 1930. Mientras los escucho, comer anchoas con cebolla y huevos duros, todo rociado con aceite de oliva y limón. En mi paseo posterior por las calles del vecindario, aparentar más vejez de la que tengo y cierta extranjería.
Miércoles: un día entero en la nada. Acostado o sentado frente a la mesa ante un plato vacío, sin expresión ni sentimiento alguno. Esperar.
Jueves: pagar a una mujer para que esté gran parte del tiempo conmigo. Puede cocinar, limpiar, hacerme el amor, tomar mate, bañarme con una toalla húmeda (yo desnudo en la cama). Siempre con las dos ventanitas abiertas y la puerta sin cerrar.
Viernes: sentarme cerca de las ventanitas, junto a una mesa llena de libros, mientras escribo y escribo y no dejo de escribir en un cuaderno de tapas duras y azules.
Sábado: cerrar las ventanitas y trancar la puerta y quedarme encerrado.
Domingo: rezar de todas las maneras posibles. Por la noche, invitar a la mujer del jueves a tomar algo y agradecer a distintos dioses el nuevo día que nos han dado.
Del lunes siguiente nada me indican, aunque supongo que ese día mi afable correo vendrá a buscar el informe.
Los que se esconden en las esquinas. Esta ciudad tiene una particularidad bien conocida por sus habitantes, que todos tratan de ignorar, o al menos intentan no hablar del tema. Exagero en eso de todos. Hay quienes hablan, pero son siempre los mismos y se los escucha poco y nada.
Recorriendo con algún tiempo las calles, sin necesidad de preparar demasiado mis itinerarios, comienzo a descubrir a quienes tienen por único oficio el esconderse en las esquinas. Se ocultan, aunque a ustedes les cueste creerlo, a la vista de todos. Sin embargo, nadie parece verlos. Algunos me han confesado que perduran en su escondite durante años y terminan por formar parte inseparable del paisaje en esas esquinas, como sucede en la que hoy mi caminata me ha traído. O podría decir que más que una esquina son cuatro (y en las cortadas son dos o tres, depende de la opinión de cada uno), que se ubican generalmente por los puntos cardinales. No me gusta esa forma de distinguirlas. Prefiero otra pero a nadie, ni siquiera a mí mismo, le importa demasiado. Los que se esconden en las esquinas, en cambio, tienen bien claro qué significan, para sus vidas, esos cuatro "hogares" diferentes. Les daré un ejemplo.
Para un cierto muchacho que no debe haber cumplido aún sus treinta años, uno de esos hogares es un restaurante de gente bondadosa que le da comida, sobre todo a horas tardías de la noche o ya llegado el prólogo del amanecer. En el "home sweet home" en cruz con el que acabo de mencionarles hay un almacencito. Depende quién esté atendiendo, el muchacho logra o no dos o tres cigarrillos. En la esquina que se encuentra enfrente se levanta un edificio más o menos grande con un kiosco para la venta de diarios cerca de la entrada. Allí suele dormir el protagonista de mi relato. En realidad donde se puede decir que duerme a pierna suelta (o no tan suelta) es en la esquina que me queda por describir, donde se amontonan negocios que cierran sus puertas al atardecer. Lo que sus dueños no pueden cerrar son los umbrales, si es que así se llama a eso que sobresale de las ventanas, y como se trata de antiguos edificios esos umbrales son especialmente anchos, ideales para dormir.
Como, según él mismo me ha dicho, el muchacho hace por lo menos cinco años que se esconde en esa esquina, supongo que ninguno de aquellos que deberían verlo lo ve. ¿Dónde hace sus necesidades fisiológicas imprescindibles? No lo sé, ni ha querido contármelo. Supongo que debe esconderse muy pero muy bien en esos momentos. ¿Se lava en algún sitio? No lo creo. Algunas personas que sí lo ven (seguro tendrán una vista inusualmente aguda, como la de un lince) le regalan a veces viejas zapatillas o viejos zapatos, ésos que un hombre de bien ya no debería usar. ¿El muchacho que se esconde en esa esquina no es un hombre de bien? En la rápida encuesta que realicé a boca de ventanillas de automóviles detenidos por el semáforo y a transeúntes en general, la mayoría de los interrogados contestó no haberse dado cuenta de su existencia. Debe ser una respuesta razonable ya que, como he señalado en más de una ocasión (espero no cansarlos con mi insistencia), el muchacho es un verdadero experto en el juego de las escondidas. Alguien (alguien que, aunque ustedes no puedan creerlo, existe) le regaló una radio a transistores que funcionaba. Como por algo que desconozco (¿mi facilidad para viajar en el tiempo, la distancia que me separa de las escenas que observo, mi condición de extranjero en cualquier paraje del universo?) y que no será ajeno del todo a la casualidad yo sí puedo ver al muchacho escondido, lo noté feliz escuchando música con la radio bien pegadita a una de sus orejas.
Este ejemplo que les he dado se multiplica en otras calles, en otros barrios. Ignoro si en estos tiempos, cuando el turismo parece resplandeciente en la ciudad, se organizan paseos guiados para ver a los seres que se esconden en las esquinas. Si existieran, me parece interesante sugerir que se podrían ofrecer premios a quienes sean capaces de descubrirlos. Se me ocurre que el reconocimiento debería ser especial para los visitantes que consigan distinguir que se trata de seres humanos. Es difícil calcular el valor de la recompensa para los que, aunque puedan verlos con claridad, sostengan que no son personas sino simios.
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