Jueves, 31 de enero de 2008 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Creo que mi correo lee los informes. O al menos los hojea. ¿Los controla, les agrega párrafos, suprime palabras que no le gustan? ¿Qué reciben ustedes de lo que yo escribo? ¿Queda algún rastro, sobrevive alguna idea? Quiso devolverme éste, enfurecido porque opinaba que no habla de la ciudad. Intenté, con paciencia y sumo cuidado (él es muy alto y me intimida bastante), convencerlo de su error. No entendió, aunque supongo que va a despacharlo igual pues tiene un férreo sentido del deber.
Chaparrones aislados para violín y otras copas. Chaparrones aislados, nubosidad variable, refrescando al atardecer. El sonido no es perfecto. No en este cassette, tan viejo, tan sin uso aunque con mucho pasado. Pero escucho "Embraceable you": una orquesta que no recuerdo y el violín, eso sí, el violín de Hernán Oliva, muerto en alcohol, sin tan siquiera un viejo Winco para poner algún disco, actuando algunas veces en un cafetín que me describió irrefutablemente bien López Macía. Allí, en ese cafetín, toca tangos acompañado por Mito García, otro ilustre olvidado, de los tantos que hay, y entre tango y tango se acerca a la mesa de los que le parecen más simpáticos y que además se muestran dadivosos y no son amarretes, y les pide en voz baja unos mangos para salir del cafetín y tomarse unas copas en otro lado "porque aquí no me dejan; creen, pobres de ellos, que no podré tocar". Y se va y cuando vuelve el tango le sale mejor, si es que eso es posible, y sus párpados se cierran sobre tantas penas y los dedos intiman con amor en las cuerdas. Pero ahora es un cassette mal escuchado y ella, a quien por estos días yo llamo Baudelaire, dice "se me va a romper ese aparatito" pero igual sonríe y seguimos con el ritmo de deseable, todo lo deseable que ella puede ser. Pero sin tocarle un pelo: estoy más viejo que Hernán Oliva y ella más joven que el auto en el que me saca a pasear por el parque, y yo no quiero creer que es por lástima, aunque sin embargo algo parecido la impulsará. Y después me deja en el lugar que yo le indico, por más que ella sabe que no es el lugar donde yo dormito. Sopla un vientito que hace añicos el calor y yo camino lentamente hacia el rincón de la casa donde alguien me arropa y me parece que allí finalmente voy a terminar mis días. Nada de patetismos mediocres. Si ella vuelve ("mañana si puedo paso a buscarte") escucharemos primero a Joe Venuti y luego algo de Bix. Y el paseo se hará más largo.
Juegos inventados para amigos que no conozco (y quisiera conocer).
La primavera llega más temprano este año. No me gusta la primavera. O digo eso para hacerles creer que he leído a Eliot. Lo conozco por el lomo de un libro que tuve alguna vez. Ha llovido toda la noche, la calle de tierra parece una sucesión de lagos, como en alguna zona del mapa de Finlandia que miro en la monástica celda repleta de todo aquello que no debería estar en una celda monástica. No soy un monje. Tampoco otra cosa. Observador neutral de la vida interpretando un papel. Los fragmentos, de tal manera, apenas si son míos. ¿Hay una elección? ¿Puro azar? No puedo saberlo. Esa es mi imposibilidad. Entre otras imposibilidades. Me dicen que los recuerdos que tengo son dudosos y confusos. No discuto. ¿Tuviste amigos? Contesto que me gustaría contestar con un párrafo de Fernando Pessoa que no encuentro. Mi memoria no lo encuentra. Digo: mis amigos juegan juegos inventados por Marcel Duchamp o por Xul Solar, juegos que no conozco. Si con los amigos no se puede jugar a los juegos que ellos o yo mismo inventamos, ¿son entonces amigos? La soledad es una ficción, también una realidad, creo que además un misterio. En verdad uno no puede estar solo si consigue explicar esa soledad a alguien, así se trate de un alguien del siglo XXII (que no conozco, que quisiera conocer).
Balada de amor para pianito y guillotina. ¿Qué puede amarse de la memoria de una mosca? ¿O del recuerdo de un pequeño gusano recorriendo la olorosa superficie de un queso camambert? ¿Qué significado puede tener para ese hombre que va por la calle y retrocede unos pasos para poder aplastar un insecto? ¿Por qué guardar con aparente cariño una vieja boleta donde se consigna la compra de un salamín picado grueso, una botella de aceite de oliva y un frasco de aceitunas negras? ¿Qué revela el haber puesto en un frasco carozos de damasco sumergidos en agua y en otro a su lado los tornillos que he ido encontrando en la calle? Son, explica ella, pruebas de la existencia de un sistema nervioso sensible. ¿Quién es ella? La chica ésa de la que inútilmente me he enamorado en un ascensor, que como creo ya haberles escrito es el sitio donde todo puede ocurrir, desde el comienzo de una guerra nuclear al fin en la guillotina de una historia amorosa. Ella, que sonríe para no reír, me mira y me dice que la guerra nuclear es algo ya pasado de moda y que la guillotina no se utiliza más. De ella ni sé el nombre, tampoco me importa saberlo. Pero sé que me he enamorado como solamente un viejo idiota se puede enamorar. ¿Qué explicación encuentran ahora los alemanes para haber obedecido cada una de las abominaciones de Hitler y perfeccionarlas? ¿Podrá alguien en estos años volver a jugar con las calaveras como jugaba Guadalupe Posadas? ¿Se atrevería alguien hoy a inventar, como Montaigne, el ensayo? ¿Quién podría pintar el Guernica del siglo XXI? Ella vuelve a sonreír. Hasta que nos interrumpan, me ha ordenado, pasearemos en el ascensor del primer al último piso. Obedezco. En un momento es ella misma quien decide dar por terminado nuestro viaje. Aquí nos detenemos, murmura. Es de madrugada, agrega, y los ancianos obedientes me dan náuseas. Es cierto, porque me vomita encima. Ella sale del ascensor y yo paso mis manos, excitado, por el vómito desparramado en mi ropa. La puerta por la que ella salió sigue abierta. Nadie viene. Me inclino de a poco, doblando con lentitud las piernas. Termino sentado en uno de los rincones. Creo que allí, arrinconado, comienzo a sollozar. No lo sé. Por un rato nadie entra al ascensor, que se va como borrando. De pronto ella vuelve a aparecer, con dos hombres jóvenes, atléticos. Empiezan a hacer cosas. Es evidente, y por eso pienso que Dios me ayuda por un momento, que no pueden verme. Pero Dios me deja de ayudar en un instante y ellos me ven y entonces riéndose dejan caer sobre mí espesos líquidos con los que me untan como si yo fuese una rebanada de pan. Me parece escuchar un diálogo de los tres con la portera, algo como "allí en el ascensor detenido hay un viejo inmundo haciendo inmundicias". No logro moverme. Ruego estar muerto, no tener conciencia de la situación. Sin embargo, estoy vivo y sí tengo conciencia de la situación. Ahora, en un geriátrico o un manicomio, me permiten escribir en una antigua máquina a la que le faltan algunas teclas y me han dado un pianito de juguete en el cual compongo baladas de amor.
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