Miércoles, 6 de febrero de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Quisiera que mis amigos sean buenos y claros, de esa gente transparente, eficaz y sólida, pero no. No parece correr sangre alguna por sus venas. Son desconfiados, irónicos, altaneros. Hacen chistes presumiblemente geniales, insinuaciones mordaces certeras y se creen más allá de todo mal. Algunos trabajan de perdedores: sabemos queda bien. Otros son ganadores y no lo ocultan. Ostentan un racismo prudente y cuando lo exacerban es solamente por su humor negro, al que hay que soportar pues proviene de gente que ha leído y en todo caso, no son maldades sino contribuciones sociológicas. Mis amigos son solidarios con causas lejanas pero a las cercanas las obvian porque les atrae lo exótico. Son extremadamente derechistas, izquierdistas, brindan con alcohol caro cuando pueden y hay que soportarles las amantes, sus genios trasnochados, los berrinches de intelectuales, los rebusques para decir lo mismo con frases parecidas y sus sensibilidades especiales. No saben nada del mundo práctico, pero todo acerca de sus padres y en cuanto exactamente los han afectado, mutilado, castrado y otros ados que suelen utilizar. Quisiera que sean respetuosos con el prójimo pero se burlan; prefieren una buena escenografía de tragicomedias a poder intervenir para que alguna cosa mala deje de ocurrir. Viven entre avenidas y no van a ir más allá a mudarse. Se creen predestinados para algo absoluto y son una permanente promesa de que un suceso va a destaparse en sus vidas. Se consideran con luces pero agrisan en el atardecer y hay que darles vino para que no se terminen de entumecer. Arrastro a esos amigos de cuando era jovencito y creía que el mundo me debía algo que me había robado. Después medité y pensé que era al revés, para concluir que no es ni una cosa ni otra, sino un permanente mezclado de cosas, sin sentidos, malos entendidos, donde la piedad y la furia juegan en el mismo equipo. Yo estoy un poco harto de esos amigos, famélico de llaneza espero otros que no llegan y que me inflarían un poco las velas con aire puro. Soy consciente del porqué de mi elección: caí en sus redes de laberintos prefabricados y sus miserias que a la vista de sus encantos, se tornan perdonables. Yo estaba solo cuando los conocí y arribé a su círculo por una pollera que me pareció diferente y personal. Ahora es tarde, estoy atado a su falda; ella es la leona de un único mundo consistente en ellos, quienes por traslación se fueron haciendo íntimos. Mis amigos son eso y algo más: cuando uno escarba un poco y les raspa la pintura afloran lo que son: débiles, trastocados por teorías absurdas, machistas, feministas, nihilistas, artistas, arribistas y otros istas. Luego se ensombrecen iluminándose vagamente con ideas y posturas artificiales pero la parodia prosigue, porque según deducen es un fingir la vida y ellos son marionetas al viento, juguetes de un destino que los tornó lábiles, crueles, simpáticos, sabihondos, hondos, patéticos sin espejos. Debo abandonarlos pronto. He detectado una cosa a lo largo de todo este tiempo como de anestesia en que estuve en las cumbres de la estética, la ética y las formalidades de cosmogonías de sobremesa y poéticas sobre la existencia que te hacían sentirte exhausto, cómplice, casi un criminal solo por el hecho de vivir. Hace mucho que no veo fútbol: algo me pasa, algo me pasó. Me chuparon el cerebro con castrismos, castraciones y Castoriadis. Con significados, significantes, sigmunfreuds. Con comunismos, consumismos y confusionismos. Con alergias, alegrías y álgebras. Con posturas, proyecciones, predicciones. Con somatizaciones, sonorizaciones, sodomizaciones. Con siglas, siglos, sables, selvas, salvos, silbos. Me perdí en la telaraña en compañía de la máxima araña del amor, siempre expectante pero fría como una candileja apagada: restos de un romance ahora convertido en un examen diario sobre ecología, post Muro de Berlín, cine europeo medio y vanguardias. Esta mañana ella dormía, hasta tarde, como siempre y la descubrí vulgar. El hallazgo, lejos de aterrarme me tranquilizó. Luego evoqué al círculo de amigos y me dieron puntadas en la cabeza. Abrí entonces, en ese instante en que todo se hace sagrado, el diario en la página de deportes. Allí estaba el escudo de mi equipo: gallardo, arriba en un rincón, llamándome humildemente como en un tango. Y lo decidí; me vuelvo con mi vieja, al barrio y pisaré las tribunas que nunca debí de abandonar, entraré a las canchas nuevamente y me he de trepar al alambrado para aullar como lo hacía, cuando era lobo, tenía corazón y pertenecía a una manada más salvaje. La traición hacia mi club me será perdonada porque si bien he pecado, rezaré largamente para que mi contricción sea garantía de que nunca, pero nunca más he de abandonar los abonados campos de mi césped espiritual, donde me alimenté y sufrí, donde grité y susurré, donde aprendí a morir y matar simbólicamente, donde fui alimentado a chori y a coca y en donde mi amor no era eso que está tendido en la pieza, sino la piba del kiosco de la tribuna norte y que mis amigos, mis verdaderos amigos, ahora lo comprendo, no eran esos ilustrados arrogantes de calzones sucios sino esas otras siete, quince, veinte mil almas gritando todos juntos hasta ensordecer al mundo con el venerado nombre de mi divisa.
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