Domingo, 10 de febrero de 2008 | Hoy
Por Luis Novaresio
Uno: Estudiar de memoria. Así era. Vos te acordás, ¿no? Eran tiempos en que en la escuela había que memorizar lo útil para que uno no se saliera del camino exacto. Uno lo odiaba. Y sin embargo, me decís, ahora, no me parece tan grave. ¿Alguien sabe algo de algo hoy? ¿Al menos hay qué detestar en lo que se enseña? No te escucho. La memoria precisa se me remonta hasta el jardín de infantes. Nabucodonosor. Constantinopla. Epico. Irma ama a su mamá. Me mirás. No tengo claro en qué etapa pero estoy seguro que fue en el preescolar que nos hacían memorizar palabras. Y vos llorabas. Nabucodonosor no te salía. Nabuco, intentaba atenuar el golpe tu madre. Donosor, te susurraba con tibieza. Va pensiero, aprendiste después.
La memoria. La memoria. Aquí me pongo a cantar, muchachuelo de brazos cetrinos que vas con tu cesta, Platero es pequeño, peludo y suave, tan blando por fuera que se diría de algodón. ¡Pequeño, peludo y suave! A los seis, pase. A los doce o trece, dejate de embromar. Pero sabés qué hay en mi memoria. Esa oscuridad perdida por la vida correcta. Me mirás. Se ve que ya te canso. Pero no puedo detenerme: "Nel mezzo del cammin di nostra vita" ¿En italiano? A los seis, de memoria: en italiano. Mitre gastó años en traducirlo pero nosotros lo decíamos en italiano. El salón de actos de la escuela daba a Oroño y los camiones dejaban de pasar cuando decías el Infierno. "En medio del camino de la vida, errante me encontré por la selva oscura, en que la recta vía, era perdida. Ay, qué decir lo que era, es cosa dura, esta selva salvaje, áspera y fuerte, que en la mente renueva la pavura! ¡Tan amarga es, que es poco más la muerte! Mas al tratar del bien que allí encontrara, otras cosas diré que vi por suerte. No podría explicar cómo allí entrara, tan soñoliento estaba en el instante en que el cierto camino abandonara" De memoria. En Italiano. El Dante.
Dos: Fue por entonces que lo conocí. Aunque algo más tarde, te quiero explicar. Ojalá te interese. Aparte de la memoria en la escuela, es la bandera, de la patria mía, era la natación. Triste destino para el pibe de estas pampas que no sabe manejar sus pies frente a la pelota que viene con la carga del deporte popular. Ni el arco, porque tiene astigmatismo. Entonces no es tenis, deporte rico, ni básquet por el pie plano ni judo porque en el club no había. Que nade. ¿Pero si no hay pileta cerca? Que nade, dijo alguien de familia. Aprenda a nadar en doce lecciones desafiaba la creatividad de las veinte chicas bonitas veinte. Era en Atenas. Por calle Buenos Aires casi Montevideo, digo, no en la del Olimpo. Se pagaba el curso y te daban doce cartoncitos amarillos que había que entregar en la puerta de la pileta climatizada (sic) del Instituto cada vez que se iba a aprender. A mayor cantidad de cartón, más ignorancia. Cuando quedaban menos, siempre estaba el recurso del salvavidas.
Todos en fila en el borde celeste de la pileta y recuerden con precisión el orden en que están ubicados, fue lo que gritó otra vez la memoria. Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate. También. Sólo recuerdo su remera blanca, cuello polo, que usaba bigotes y un silbato chillón colgado del cuello. Y nada más. El, mucho después, me diría que la memoria también nos protege. Me empujó con fuerza. El borde celeste no supo retenerme y el agua tenía el clima del Polo. Agujas que se clavan en tu cuerpo y duelen tanto como la humillación. Mucho. El agua se resistía y no me dejaba agarrarla, me dijiste. Las barandas se habían puesto lejos. El fondo, cada vez más cerca. Apenas si vi a las madres que jugaban a no desesperarse en la puerta, con los cartones que sobraban. Quizá estuviera la mía. No te acordes ni ahora, me doy cuenta. Los milagros no conjugan entre los verbos de los chicos de seis años. Pero allí fue en tiempo perfecto del indicativo. De pronto, porque sí, el aire quiso ser más generoso, el agua menos brava. Así se aprende a flotar, dijo el hombre de cuello polo que hoy podría vender tele cursos de natación en doce lecciones. Y sí: en la mente, renueva pavura. Pero a él lo conocí por el agua, más tarde.
Tres: ¿Cuánto te duele no haber ganado? Y me miró. Como sintió que me iba a atrever, lo repitió. Entonces, de médico especializado en deportes, pasó a ser un confesor. No de los de padre nuestro, perdóname, sino de los de me duele en el centro del pecho, porque yo me lo merecía. Le habían recomendado a tu vieja que vieras al primer doctor que se dedicaba a tratar a los deportistas. Ya competías por hacerle honor a la esperanza de un futuro promisorio y ver a un estudioso del tema estaba bien. El hombre sabio se sentó de tu mismo lado del escritorio. Quise charlar a solas. Y te escuchó. Ya ni me acuerdo de los pormenores de la cosa. Eran tiempos, por suerte, en los que un pibe podía hacer deportes de alta competición sin que el fracaso fuera la angustia estresante de un padre que se siente frustrado o el olvido de un contrato millonario que salve a la familia de los efectos de la revolución productiva. ¿Fuiste a ver alguna vez, en estos tiempos, a los chicos que hacen fútbol infantil? Es una experiencia que describe más nuestros tiempos que el propio INDEC. Semillas que los padres quieren ver germinar en Diegos, Agüeros o Solaris a fuerza de gritos sobre críos que apenas entienden las reglas. Vale la pena verlo. Entonces nosotros apenas si sufríamos con la derrota o la falta de trofeo. ¿Y por qué perdiste?, me dijo el médico cuando pude mostrarle que el orgullo queda a la derecha del corazón. No lo sé. Me contaste que no lo sabías. Porque otro lo hizo mejor, creo que dijiste. Entonces el médico deportólogo te dijo: eso es un error. No ganaste porque vos no lo hiciste del todo bien. Sabiéndolo, lo vas a poder mejorar en la próxima. Y entonces sentí que el infierno memorizado ya era paraíso. Y nunca se lo pude decir. La parte austral del cielo y Beatriz que mira al sol.
Cuatro: Hace treinta años. Justo esta semana. Hubiera querido abrazarlo pero tampoco supe cómo. José, mi médico deportólogo (al que ya no visitaba porque estaba claro que mi futuro no era descollar en una pileta) sufría. Su vida familiar expuesta en pedazos. Una injusticia. Sólo quiero pensarlo para mí. Si no lo recordás, es casi mejor. Aquí sí la memoria protege. No vale la pena más que pensarlo. Y le debo aquel abrazo.
Cinco: Entrevisté por primera vez al doctor José Somenzini, me dijiste cuando dirigía el flamante centro de asistencia al suicida. Venía de ver Reto al Destino, película de limpieza romántica para los marines norteamericanos en donde el amigo bueno de Richard Gere se suicidaba. José me habló de estadísticas, propensiones, condicionamientos genéticos y datos que ya olvidé.
Cuando terminamos, le conté de mi paso por la natación y por su consultorio. Se sonrió. Me habló de la juventud, de su amor por la siquiatría y de la naturaleza humana. Me preguntó porqué había ido entonces. Creo que le dije, me contaste, que era algo de culpa por no poder ganar en mi especialidad de nado. Y ahora sí sonrió con más ganas. Me alcanzó unas hojas con un trabajo que había presentado no sé dónde. Esta subrayado por vos. "La tesis del malestar que todos padecemos es que la humanidad crea los propios instrumentos para su destrucción; los instrumentos de su propio malestar, para decirlo en un tono más atenuado. El progreso de la ciencia y la tecnología ha creado nuevas posiciones del sujeto, inclusive ha abolido al sujeto, por lo tanto ha abolido el deseo y hace que a mayor progreso de la ciencia, a mayor Internet, más solos estemos. No sólo estamos más solos sino que estamos en una situación de mayor culpabilidad; y justamente no hay nada más culpógeno que no estar contentos con nosotros mismos. Hay un cierto nivel de culpa que es necesario, que tendría que ver con la conciencia moral, pero el mayor sentimiento de culpa que podemos atravesar es justamente no estar contentos con nosotros mismos, es ceder ante el deseo, no ser fieles a nosotros mismos, no estar contentos con nuestros deseos y con los límites que nuestros deseos tienen. No amar nuestros límites sería la situación donde el sentimiento de culpabilidad puede llegar a ser insoportable". Nunca le dije cuánto me enseñó desde la primera derrota en la pileta.
El jueves pasado murió el siquiatra José Somenzini, me dijiste. Un gran tipo. Alguien de quien se aprendía. Y no de memoria. Sin infierno. Un gran dolor, me dijiste.
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