Jueves, 8 de diciembre de 2005 | Hoy
Por Jorge Isaías *
Don Carlos Ballerino, tendero amable y peluquero de mi pueblo, abrió ese día su negocio con la predisposición atenta de siempre.
Miró, mientras levantaba la persiana de su tienda, hacia la estación de ferrocarril inmersa entre los altos pinos y centenarios eucaliptos que daban sombra propicia en los veranos inclementes y que azotaban sin piedad esa breve población vinculada a las tareas agrícolas y aficionada al chisme viperino de poca monta.
Don Carlos Ballerino, italiano de Sicilia, había llegado muy joven al país de su lejana aldea sin saber una palabra de castellano, sin saber escribir siquiera en su propio idioma, lo cual no fue óbice para que treinta años después hubiera logrado no sé si fortuna, pero sí lo que se puede definir en los cánones del capitalismo como "un buen pasar". Tenía casa propia con local de comercio incluida, vivía sin sobresaltos, con sus dos hijos varones estudiando en la universidad de Rosario.
Le placía sentarse al atardecer en la vereda de su negocio sito en la calle principal, como un próspero y respetado comerciante que era y saludar con amabilidad a sus convecinos y clientes que lo apreciaban y apreciaban su honestidad.
- ¡Adiós Don Carlos!
- ¡Salud don Carlos!
- ¡Cómo va Don Carlos!
- Acá estamos "merando", decía invariablemente.
Lo que probaba que treinta años de estancia en el país no le había alcanzado para dominar la lengua "de Castilla" como él mismo decía, pero no le importaba demasiado porque siempre se consideró un argentino cabal y se había nacionalizado, tal vez en agradecimiento hacia esta tierra donde había encontrado lo que se puede decir sin exagerar "su lugar en el mundo".
Estaban lejos sus recuerdos de los momentos de hambres y penurias de todo tipo que evitaba contar cuando se le inquiría sobre los primeros tiempos en el país y sólo sonreía diciendo:
-Eso pasó.
Y se le ensanchaba esa boca grande de perfectos e inmensos dientes que no tenían el color de la nicotina porque nunca habían fumado medio cigarrillo.
Se habían instalado con su esposa -peluqueros ambos- y visitado montados en un modesto sulky toda la colonia, atendiendo la necesidad de mujeres y hombres y luego se instalaron con local en el pueblo hasta que trocaron las tijeras y las tinturas por las telas y los botones, un oficio más calmo y con menos sacrificio que hasta el momento habían llevado.
Pero ese día iba a ser muy particular en su vida aunque él mientras levantaba la persiana del negocio -mientras saludaba a los vecinos madrugadores- aún no lo supiera.
Si lo hubiese sabido, habría prestado más atención al trabajo artesanal y perfecto de esa araña laboriosa que tejía con paciencia antidiluviana en lo alto del cielorraso justo en el rincón que hacían ángulo sobre el oeste. El rincón de las profecías.
De todos modos atendió como siempre -esmerado y diligente- a los viajantes que pasaron tratando de venderle géneros de moda para señoritas que estudiaban los figurines bajo la mirada lánguida y azul de la mejor costurera del pueblo, es decir: Delia Balagué, quien se jactaba de coser todos los trajes de novia que las chicas casaderas de cincuenta kilómetros a la redonda le confiaban.
Conversó con don Santiago Bessone cuando le trajo La Nación, a la que estaba suscripto, rechazó el cigarrillo con que siempre lo convidaba el canillita desde los últimos treinta años, sin darse por enterado que no fumaba.
En realidad don Carlos ni fumaba ni tomaba y el único vicio -si así se le puede llamar- era sus visitas al Club Social, del que era fundador, para mirar una mesa de pocker y muy de vez en cuando participar cuando ya se le había insistido lo suficiente.
A sus espaldas y con un poco de inquina se le llamaba "El conde de Montecristo" como lo habían bautizado sus antiguos amigos del viejo Club Huracán cuando él tal vez por inercia, tal vez por seguir a sus amigos , se cambió de bando luego del golpe del 55 que como todos saben partió en dos al país. Él estaba del lado de los antiperonistas, sin saber muy a ciencia cierta qué era la política, porque allí estaban sus amigos. Esa misma inercia le hizo participar de la función del Club Social , donde se reunía la crema de la sociedad de entonces a jugar a las cartas y sus mujeres de vez en cuando organizaban un té canasta para mitigar el tedio y alejar la maledicencia con que el resto del pueblo las rodeaba.
No obstante, todo esto tal vez nunca llegó a sus oídos y si llegó, era de condición tan pacífica que le hizo evitar las confrontaciones. Confrontaciones que habrían ido en detrimento de su propio negocio, cosa que sí le habría producido perjuicios tal vez irreparables y don Carlos era un inmigrante agradecido y no iba a meterse en líos de política criolla, justamente.
Al mediodía, cuando bajó la persiana de su negocio para almorzar y luego de una pacífica siesta reabrir para completar la jornada, no tuvo en cuenta -porque no le estaba permitido ser adivino- que en el tren de las trece y treinta vendría una pasajera nunca se supo de dónde, pero los que la oyeron hablar -preguntar el nombre de don Carlos- le dieron patente de extranjera.
Como ya la tienda estaba cerrada tuvo que esperar en el Club Huracán -ya que era el más cercano- tomando una gaseosa, sin hablar con nadie, sentada junto al gran ventanal que daba a la calle que hollaban las mariposas amarillas y un par de perros vagabundos y un grupo de chicos que corrían con sus trampas par cazar pájaros.
En las pocas horas que estuvo allí, inmóvil, lejana, ajena al ruido de las carambolas que producían los billaristas o el grito estentóreo de los jugadores de truco o las risotadas de los concurrentes que alrededor de sus pocillos de café "sacaban el cuero" a medio pueblo, no dio pie a que se le inquiriera nada ya que ella sólo preguntó a qué hora abrían los negocios y cuando le fue contestado por el mozo, dio un seco "gracias", muy seria, como para cerrar toda curiosidad que quedó para el frustrado deseo de cualquier indiscreto.
Esa mudez, esa indiferencia puesta contra el ventanal con obcecación, con empecinamiento, no pudo ser penetrada por nada ni por nadie.
Habían pasado algunos minutos desde que el tendero levantara la persiana y recién sorbía la bombilla de su primer mate de la tarde cuando ella lo miró a los ojos sin pestañar mientras se acercaba.
Como él tardó una eternidad en reconocerla no tuvo tiempo ni supo cómo ella metía una mano en la cartera y extraía un pequeño revólver con el cual le apuntó a la cabeza. Nadie supo nunca si él llegó a pensar en defenderse o recibió esa muerte tal vez esperada para pagar alguna culpa lejana, según se conjeturó después.
A ella dicen que la vieron subir a un auto que la esperaba afuera y huir, lo cierto es que no se la encontró nunca, pero como era la siesta nadie andaba por la calle y donde sí había un olor a pólvora que no se fue por varios días de la elegante tienda porque estaba posada sobre las telas de casimir inglés donde se quedó para siempre un inmenso cuajarón de sangre cuyo secreto la policía nunca pudo develar.
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