Sábado, 29 de marzo de 2008 | Hoy
Por Miriam Cairo *
La calle es un escenario asombroso. Frente a la agencia de lotería, una artista callejera, con rastas amarillentas, una babucha de bambula anaranjada y camisola con arabescos, exhibía el corazón de un hombre enamorado.
El corazón latía sobre un pie de fibrofácil y no se estremecía por las fuertes ráfagas de viento. Su insuperable color rojo no cambiaba de tonalidad cuando le sacaban fotos con los celulares. Tampoco se oscurecía por las sombras cuando el sol caía detrás de los edificios. Intacto y rutilante desplegaba su brillo y su música inimitables.
La artista se esmeraba en que el público no pisara la manta blanca que enmarcaba los límites de su escultura viviente. A medida que el sol se escondía, ella fue encendiendo una a una las velas aromáticas. El corazón, inmune al tiempo, ante los ojos extasiados continuaba su delicada obra de contraerse y expandirse, subyugado más por su propio frenesí que por el aroma de esencias energizantes.
Sin proponérselo nadie, la noticia llegó a la ciencia, cuando una mujer a quien le impresionaba ver cosas verdaderas, arribó a la guardia del hospital de emergencias con una lipotimia escalofriante. Los médicos no daban crédito al relato de la paciente, porque los corazones de los hombres enamorados son muy escasos, y además, tienen prohibida la exposición pública. Sin embargo, la mujer con sus enormes ojos de persona, insistía en que ese corazón prodigioso y sangrante, no era el de un galán de televisión, ni de un candidato a concejal, que son los símiles más propensos al escaparate, sino el de un hombre. Un hombre enamorado.
Los residentes que salían en el turno de las 20, movidos más por la curiosidad que por el crédito científico, decidieron ir hasta el lugar de los hechos y ver con sus propios ojos, la obra de la artista. Aunque es bien sabida la devoción de los médicos por las artes plásticas, los doctores matriculados prefirieron no considerar esta expresión de vanguardia, que no se puede colgar en la sala de espera del consultorio o en living de la casa.
Los residentes de tercer año, en cambio, gozaban de cierta impunidad de personal no colegiado y decidieron averiguar si era posible que alguien pudiera tallar el prodigio de poseer el corazón de un hombre enamorado.
Para su sorpresa, observaron que el corazón en verdad pertenecía a un hombre de entre cuarenta y cincuenta años. Era además, el corazón de un hombre cardíacamente sano. Algo de sobrepeso quizás, pudieran denunciar ciertas adiposidades adheridas al pericardio. Pero esa mirada forense no les impedía ver que el corazón estaba enamorado.
Los psicólogos, por su parte, prefirieron programar jornadas de reflexión en torno al fenómeno latiente. De inmediato mandaron imágenes al blog y desparramaron por internet las urgentes invitaciones. Los medios televisivos obviaron la novedad. Permanecieron en alerta por si ocurría una catástrofe.
A las 20.30 los negocios habían cerrado y la concentración de espectadores aumentaba. Las velas se consumían y la artista, con movimientos de ave, las reemplazaba. La brisa y el rocío estremecían los hombros desnudos de la gente pero el corazón latía ajeno a las inclemencias sociales y climáticas.
La medianoche no detuvo el constante peregrinar del público pero la muchacha de rastas apagó una a una las velas con paciencia creativa. Para culminar la obra se abrió el pecho y guardó el corazón al lado del suyo. Nadie atinó a dejarle una moneda, ni a brindarle un aplauso porque el arte tiene esas cosas. A veces se funde en el gran jamás.
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