rosario

Sábado, 5 de abril de 2008

CONTRATAPA

En ese giro

 Por Miriam Cairo *

Ahora que estamos cara a cara, atados con un hilo de oro, voy a contarte un secreto. La fragosa compulsión imaginaria fue inaugurada a temprana edad, en el ritual profano de leer lejanísimas narraciones contenidas en un título que, a los nueve años, no significaba más que la belleza de un número escrito en letras y el vértigo congénito que lleva consigo la palabra noche.

Como cualquiera aprende las sumas y las restas, yo aprendí cómo no perder la cabeza. Con el corazón enhebrado en un collar de perlas y el cuerpo adormecido como lagarto al sol, dejaba que las palabras punzaran la siesta con sus alfileres de eclipse.

La violencia sobrenatural de aquellos relatos y la invención como recurso para salvar la propia vida, sentaron las bases de una conciencia extramuros y una corporalidad deliberada. La blandura de los labios se preparaba para el oscuro beso. Los orificios del alma se llenaban con pequeños ángeles de cabeza negra. Las piernas suponían viajes que iban más allá del camino.

Y eso no era todo. La imaginería voluptuosa cedía espacio a la dimensión terrena. Mientras avanzaba hacia la pubertad con los pasos tentativos de la infancia, me estremecía en torno a un tocadiscos poseído. La espiga del cuerpo, flexible como el aire, se inclinaba hasta el instante designado por el primer misterio y rebotaba en la precoz memoria para saltar hacia una lejana polvareda. El cuerpo hecho llama a la deriva giraba porque era hoja arrancada del árbol. En cada giro trataba de marear al dios verdugo para que cayera en la ciénaga y admitiera que no podía resucitar a los muertos. Giraba y giraba rabiosamente como la única hoja bailarina del mundo. Acrobacias que signaron el destino carnal de la armonía.

Ahora que tu mirada se alarga como una inmensa cinta de seda y me enlaza al árbol de la vida, puedo confiarte que los pasadizos secretos y las páginas desde las cuales se veía a los veinte esclavos y las veinte esclavas en concupiscente diversión con la esposa del soberano, signaron el irreprimible destino de mirona. Deberán los teóricos reflexionar sobre los pérfidos alcances del benéfico hábito de lectura.

He visto a los caballos alados morir y a la luna lamer el lomo del río. He visto el largo cabello de las esposas y el sable mandarín de los maridos. He visto el pinchazo en el pecho y el collar enrollado en la garganta del tigre. He descubierto en pleno día, el paso oscuro de la noche. Envuelta en mi propia manta pude pasar al otro lado de las cosas. Y con la misma videncia me he entregado a la crudeza vinílica del sonido.

Esta historia es una historia más entre todas las historias. El cuerpo de cimbreante soledad montado sobre imágenes y sandalias, naturalmente provocaba el crepar de los escarabajos al contacto de las pinzas escabrosas, cuando el pezón bajo la blusa era apenas una promesa de futura magnolia.

Recién bañada y con el cabello mojado aún, hacía vibrar el alma al ritmo más virulento. Soltaba el goce de las caderas, luego de andar en puntas de pie por las terrazas de los palacios, espiando ruiseñores enjaulados, flores carnívoras adentro de un tazón de oro y jóvenes violadas por serpientes humanas.

Yendo por un camino de transparencias, como un pez que se deshace con la lluvia, recuerdo que por una cosa o por otra, esas doncellas zurcían los bordes de la herida y nunca le hacían cara de asco aunque fuese prominente y espantosa. Las niñas serán delgadas, serán lampiñas, serán flexibles pero no son gallinas lacrimosas.

Las niñas bailan horas tras horas, con igual frenesí sobre montañas calvas o sobre pestañas de reptil, bajo la sombra de una catástrofe o en la cabeza de un alfiler. Como ellas bailaba yo, mientras urdía la minuciosa labor de la existencia. Daba vueltas en puntas de pie y me detenía cuando el reflujo de la lectura me aspiraba. Tenía bajo mis plantas el ritmo y el lenguaje. Tenía la sombra de un árbol de brumario. Tenía el pájaro que llevaba el cielo en la boca y tenía la curiosidad de las niñas que en otros mundos moran.

Poseer lo desposeído ha sido un privilegio divino y espantoso. Ahora que tengo un pie descalzo sobre tu pecho, ¿estoy bailando? Ahora que arrullo una música lejana, ¿estoy narrando? Ahora que tengo entre las manos una blandura escandalosa, ¿estoy soñando? Ahora que sos mi musa desnudable ¿estoy creando?

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