Lunes, 7 de abril de 2008 | Hoy
Por Sonia Catela
Llego a este poblado antiguo, que ni siquiera se acuerda de su fundación ni le interesa hacerlo, en un tren que garrotea mis carnes con los listones de madera de sus asientos. Vengo para montar una instalación técnica inalámbrica que nadie parece necesitar. Me recibe la mujer que se ocupa de la casa que la compañía destina a sus ocasionales enviados. Ella se llama (según lo poco que entiendo de su lenguaje, Bea). "Prepárese. Mañana tendremos eclipse", farfulla y arroja trastos sobre una mesa poco comestible, "¿qué quiere decir?", corto un trozo de pan, lo único que traduzco de los alimentos a mi vista. "Que habrá eclipse. Eclipse ¿entiende?". No.
Cuando termino la cena (el vino es pésimo) me despido con el vulgar "Hasta mañana", "no para mí", me devuelve sin humor. Al día siguiente no encuentro a la mujer por ningún lado, tampoco hay desayuno; necesito un café, necesito empezar a irme. Sobre la mesa sucia de la cocina yace un papel indescifrable. Encaro al primer transeúnte; lo lee y parte en busca de la policía. Es cuando me entero que Mundt registra para el mundo un índice estimable de suicidios. Y Bea ha decidido aportarse como contribución para que las estadísticas se mantengan altas cual bandera en mástil.
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"Simplificando, el eclipse en ciernes desencadenó la decisión de Bea" demuestra la reemplazante, Leila, haciéndose lugar para leer un libro en este reino de la mugre. Antes de salir a la calle, decido desayunar ginebra o lo que contenga ese frasco que parece recibir visitas a menudo.
Merodeando y errando hallo el local donde atiende el representante de la compañía con quien me coordinaré. Clausurado. Según sus vecinos, ayer cerró valijas y se mudó a la capital del país. "Así es con los de su edad, por aquí"; el veterano de uniforme vetusto extiende su voz como un fuelle, hamacándose al sol.
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¿Este pueblo no contiene muchachas, jóvenes? Sólo renquean jorobas, bastones, faldas que saben qué llevan puesto debajo: huesos.
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Me cruzo con una tropita que delibera en la plaza. Observan el firmamento con catalejos y prismáticos. Para el eclipse faltan aún cinco horas. Se preparan como si se tratara de una ejecución, montando el patíbulo en un sitio donde seguramente los ha habido.
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Al examinar la arquitectura gris y pesada del pueblo, advierto que no hay un solo templo en las callejuelas laberínticas. "¿Le llama la atención? ¿Qué quiere que haga una iglesia en Mundt" se acomoda en su taburete la doméstica, Leila, con quien me choco en la atestada barra del bar.
"Cuando se tiene miedo, la gente reza".
"¿Aquí? ¿con lo que pasó en 1989?".
"¿Por qué no me lo explica?"
Se rasca un hombro. "¿Y usted, qué hace bebiendo tan temprano?", regaña y juguetea con su propia copa. No se priva de abrochar un "así se empieza..."
Cruza la vidriera un grupito oscuro que transita por la calle; marchan con cuerdas en las manos. "Será mejor irse ", dice Leila. Coincido. Pido otro trago.
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Sirenas. Remolino de curiosos en la plaza. Estridencia de la ambulancia, una camilla tapada que se carga con prisa. La cuerda que pende de una rama y alguien retira y enrolla.
No sé cómo termino en la cama con la vieja, que ni siquiera se ha quitado el pañuelo que lleva atado a la barbilla. "Todavía faltan dos horas", controla. "Nosotros estábamos del otro lado, dice; cuando el eclipse del 89 el mundo se partió en dos y nos tragó". No entiendo sus palabras. Jugaba al packman por esa época, lejos, en Argentina. Debe haber habido una gran catástrofe aquí. "Pero el eclipse...¿qué tuvo que ver?"
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Leila me da unas palmadas en la cola. "De lo que pasó, se le echó la culpa al eclipse. Y vos ¿qué venís a hacer al pueblo?". Se escarba el cráneo. "Una red inalámbrica de internet... ¿Para quién?"
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Desde el 89, en Mundt se han implantado apagones de luz durante la mitad de la jornada diaria. Y sin electricidad diez horas al día, no hay locutorio del que comunicarme con la empresa y que resuelvan mi situación. En las calles cada agujero es una boca cerrada. La gente se recluye, se acuesta. "No podrías achacarles superstición", se ataja Leila vistiéndose formalmente. "Son todos ilustrados. Preparate". Ingiere una cápsula: "¿querés una?". Es como si repartiera pastillas de miedo.
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Con dificultad, desentraño el mapa de la ciudad que trae mi libro de información turística y caminando mientras aparece el taxi que no aparece, tampoco un tranvía, viendo lo que no quisiera ver y aturdido por las sirenas, llego a la estación de trenes. Abandono este barco loco; cruzaré la frontera, bajaré a emborracharme en el primer pueblo civilizado que toque y volveré a este lugar cuando reciba de la compañía instrucciones concretas sobre la continuación o suspensión de su encomienda.
Pero las hileras de ventanillas se hallan cerradas y el personal ferroviario, ausente. Tampoco se ven en las vías convoyes o locomotoras. No necesito traducción de los cartelitos que cuelgan de cada casillero. Indican: "Servicio cerrado por eclipse, cortes de luz, mundo partido en dos". Qué más da.
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Será en una hora. "Hubo pánico, la vez anterior. La gente se desbandó por las calles. En su desconcierto, hubo quienes se atacaban mutuamente. No entendían los acontecimientos". Me siento en un umbral, al lado de una desharrapada. Pero ha acabado su botella de lo que sea. Enfrente brillan los coloridos carteles de un circo. En el mástil ondea una bandera alemana. Por la abertura de la carpa se avizora un puñado de parroquianos en sus asientos.
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Sé que es la avenida correcta. Pero el Planetario y Observatorio Astronómico también muestra fajas de clausura, portones con candados, carteles manuscritos. Dirán: "abrimos mañana o nunca". Mi entusiasmo por venir a Mundt se afincaba en el dato de que ostenta uno de los porcentajes más altos de habitantes doctorados en física. Leila es una de ellos. "Pero con lo que pasó en noviembre del 89...", explica con enigmas su apocalipsis personal y el de la ciudad catatónica. Merodeo por el edificio tras una ventana abierta. Alguna portezuela que se pueda forzar.
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Intestinos vacíos, la ciudad. Intestinos que han evacuado la mierda para que circule abajo, en túneles subterráneos.
Así, Leila: se meterá en unos de los refugios antiatómicos que quedaron de antes, y nadie supo qué uso darles cuando se desató la estampida de Mundt.
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No hay resquicio por donde colarse al Observatorio. Desando camino. Para matar el tiempo, me zambullo en el circo. Busco una butaca alejada. Los pocos espectadores se agitan ante cada risa que descerrajan los cómicos en el escenario central. Éstos hipan alternadamente palabras y carcajadas. Desconozco el idioma, me concentro en las expresiones de furia del público. Alguien se acomoda a mi lado. Leila "¿Qué dicen los actores?" indago.
"Bromas sobre el 89. Sobre lo que pasó aquí".
"¿Por qué?"
"Son del otro lado".
"¿Y cómo lo toma la gente?"
" Como para que nos larguemos ya".
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Saca una llave. Del Observatorio astronómico. Leila trabajaba aquí antes del colapso. "Eliminaron el presupuesto. Nos quedamos sin personal calificado. A mí me indemnizaron".
Nos acomodamos ante el telescopio para observar el eclipse y los sucesos en la ciudad. La bruma que levanta la carpa del circo mientras humea, quemándose.
"¿Cuándo te vas? "Mañana". Hacés bien. Andá temprano a la estación para conseguir lugar". "De acuerdo".
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Se cayó el mundo, se rompió en mil pedazos. Se le echó la culpa al eclipse. Fue el nueve de noviembre de 1989.
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