Domingo, 20 de abril de 2008 | Hoy
Por Luis Novaresio
"El triste destino de los lugares comunes es que todos pasan por ellos, pero raramente los visita alguien". Friedich Nietzsche
Uno: Donar órganos es entender que se puede dar vida a otra vida cuando uno ya ha perdido a su ser querido. Creo que la gente que donó los órganos es una especie de héroe anónimo, porque para que haya trasplantes una familia comprendió primero el mensaje y procedió a hacerlo. Así me lo dijo. Hace años.
Dos: Difícil de definirlos. Difícil. Si recurrieras al diccionario y no te hicieras el remilgado, la cosa sería distinta. Ves. Remilgado es un lugar común. Propio de los que no quieren usar algo más coloquial y recurren a ese adjetivo, trillado, bastardeado, torpe. Lugar común. Y no. No es así. Si vos me dejaras y fuéramos al diccionario, te digo al enciclopédico, el que trae nombres, figuras y personajes, te evitarías toda esta cháchara inútil. Y cháchara no es lugar común, te lo aviso por las dudas. Un diccionario enciclopédico no tiene valor. ¿Qué? ¿Qué de qué? ¿Que ahora vas a desautorizar a los diccionarios enciclopédicos? Te escuché horas, horas enteras, relamerte de alegría porque Borges y Bioy construían literatura mintiendo sobre la enciclopedia británica y ahora me decís que no tiene valor. ¡Andá!.
Un diccionario es un diccionario. Masculino, femenino, sustantivo, adjetivo, del latín y Chau. El resto, jarabe de pico. Jarabe de pico es lugar común, te aviso. No me vengas con las fotos, los mapas, las infografías (¿viste la nueva dictadura de las infografías? Si no hay infografía no hay concepto, no hay idea, no hay noticia) y todos esos chirimbolos (¿es?) de la ignorancia. No quiero pelear.
Dame ejemplos. Hablar de la humedad en el ascensor. Cómo crecen los chicos y cómo pasa el tiempo. Con el tiempo me vas a dar la razón. Acordate que yo te lo dije. Cuando yo era joven era como vos. Lugares comunes temporales. De temperatura y de cronología. Comer sandía y vino, el membrillo es bueno para el hígado, la zanahoria mejora la vista y te tuesta la piel, el pescado de río tiene gusto a barro. La salsa casera no tiene conservantes como los de restaurante, la leche de antes tenía menos agua y más gusto a líquido de ubre de vaca. Culinarios. Lugares comunes, igual. Setenta balcones y ninguna flor, aquí me pongo a cantar, en el cielo las estrellas, la princesa está triste, qué tendrá la princesa, moza tan fermosa non vi en la frontera. Citas literarias mutadas a lugares comunes. Y claro, mirá si no, políticas: los comunistas veranean en Punta del Este, la derecha y la izquierda al final se toca, esto no cambia más, acá hace falta una mano dura, se nota que no pasamos una guerra, por sólo citar las más obvias.
Si lugar es masculino, espacio ocupado o que puede ser ocupado por cuerpo cualquiera o sitio o paraje y si común, de communis, adjetivo, dícese de lo que siendo privativamente de ninguno, pertenece o se extiende a varios o, mejor, ordinario, vulgar, frecuente y muy sabido, todo resulta que se tratan de espacios de cualquiera que pertenecen a nadie y encima es vulgar y ordinario.
La verdad, mirando el diccionario, tenías razón. La experiencia enseña. Te lo dije.
Tres: Dar la palabra. Ese sí que es el lugar común más trillado. ¿O no?, pensé mirándote. Y vos, claro, preferiste el silencio. Darla en forma de preámbulo para que se coma, se eduque y se viva. Darla pensando en los que revolucionaban productivamente la nación derrotados luego por los que la dieron viniendo a luchar contra la corrupción. Darla para que el confió depositando reciba quimeras o mentiras. Darla para que salir del infierno amenazando por izquierda sea siempre, pero siempre, mucho más derecha. La palabra. Y su traición, ¿qué pena tiene? Ya se sabe que la patria y Dios no han comparecido por estos lares. ¿Entonces? La dignidad de la renuncia. El respeto por la palabra se asienta en tu cuerpo mismo, me dijiste. No sólo porque es parida por tu lengua o por tu mano que la escribe sino porque no hay modo de acompañarla sino es con tu propia presencia. Lo otro, es abandono. Te doy mi palabra de que te lo devuelvo. Y es tu mano la que reintegra lo prometido. Te doy la palabra de que te quiero. Y es tu cuerpo el que lo muestra. Sea la palabra de mi honestidad. Sea mi renuncia, mi cuerpo que se va, si traiciono.
Dar la palabra es un lugar común. Renunciar por faltarle a ella, una excepción.
Cuatro: A Armando Perichón lo conocí una noche en la guardia del Hospital de Emergencias. Hace años. Tu vieja se había caído y la historia de la cadera que se fractura corría por las venas de tu familia. Sentado en esos sillones horribles de los hospitales escuché cuando un hombre le explicaba a la madre de un pibe de veinte años que su hijo no viviría más. Fue la moto, el choque, la falta de casco. Veinte años. La muerte era más áspera que la cuerina del asiento. Me sorprendí cuando la mujer sólo pudo abrazarse a ese médico. ¿Seguro que es médico?, te pregunté desconfiando de tanta sensibilidad. Y la mujer sólo pudo gritar el nombre de Dios. Perichón la dejó decir. La dejó respirar y la dejó entender que, detrás de la noticia de la muerte, no había nada más. Entonces dijo que él no podía ayudarla a pensar en su Dios. Pero que sí podía acompañarla a imaginar la cara de otra madre, de otra esposa, de otro cualquiera, que vería como un órgano de su hijo daba más vida. Otra vida. Distinta. Nunca la de su hijo. Pero vida. La mamá, ahí mismo, consintió la ablación. Y lloró, claro.
Después lo vi, por años, pelear por fortalecer el organismo de trasplantes de la provincia, renegar por un espacio físico, padecer la falta de dineros pero siempre, siempre, insistir con el llamado heroico a los que donan para hacer fisión emotiva en la en los que reciben esperanza de vida. Años de generosidad. Así lo vi a Perichón. Hasta pensé que debería ser un gusto ser su amigo. Lo nombraron en la Nación, me dijo su secretaria. Y no pidió licencia. Se fue a Buenos Aires pudiendo conservar el cargo en Santa Fe. Ojalá le vaya bien, me dijo ella. Si no, de vuelta a patear la calle.
Esta semana el doctor Perichón confirmó públicamente ese lugar común que llamamos secreto a voces: Sandro necesita un trasplante. Y fue un gran error. Noté que era muy grave porque él mismo así lo calificó. El generoso, sensible, tenaz Perichón dijo que era grave. Entonces debe serlo, te dije.
Y se fue. Renunció. En medio de funcionarios que esperan apagar incendios de años si el viento cambio o la lluvia llega, mezclado con los que se enriquecen impúdicamente robando dineros de todos, embadurnado con los que no logar que dejen de morirse pibes de hambre, entre tantos y tantos más chantas y delincuentes, él, Armando Perichón, renunció. Y, ¿sabés qué? Hizo bien. Sostuvo su palabra. Con su cuerpo. El caso fue que su Jefa, una ministra que uno creía distinta, en ésta, al menos, cayó en el peor y más siniestro de los lugares comunes. En el de los ignorantes que desconocen que ignoran. Y firmó que aceptaba su renuncia. Una pena. Una enorme pena.
Es cierto que como quieren sus amigos que juntan firmas en http://perichonmario.blogspot.com hay modo de revisar el error. Al menos vos, me dijiste, le podés poner el cuerpo a la idea.
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