Miércoles, 2 de julio de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio
El recreo largo duraba veinte minutos y se desarrollaba en el patio central. Eramos como cohetes expulsados a una meseta donde sobresalían campiñas acolchadas en yeso, piletones de cemento, planicies patrias. Explotábamos con colorido y furia. El timbrazo. La libertad. Había un piso de baldosas, un mástil en el centro y afiladas puntas de los balcones salientes. Corríamos y los golpes con sangraduras, rodillas raspadas eran lo habitual. En la temporada alta -primavera- la salita de primeros auxilios se asemejaba a un hospital de campaña. Allí por vez primera descubrí el alcohol espumante, la oxigenada, que jamás hacía arder. Sangré y fui sangrado. La batalla se componía de dos recios caballos abajo -los gordos eran ideales- y arriba de cada animal, un jockey guerrero, munido de su regla de madera tratando de ensartar al otro, hacerlo caer al foso, chocar, morir, verle rasgarse la armadura de su guardapolvo. En aquel rectángulo de piedra lastimé a mi cabalgadura con un puñetazo acicateador Reprobado por la escena me echaron de la lidia. Me dediqué al peloteo. Dos arcos cuyos postes eran las carpetas y pelota de trapo concebida de antemano, en la intimidad de las casas nuestras. Como era un guerra ligera de quince minutos el armamento debía ser liviano y sin costo. Las de goma rebotaban mucho y eran presas fáciles para las maestras. Siguiendo vaya a saber qué tradición femenina ellas, al igual que las abominables vecinas, las capturaban y nunca la devolvían. -Se las llevan a los hijos, dijo acertadamente Pigui, mi caballo. De ahí a imaginarse el escenario hubo un paso. La casa de la maestra, con brillos y colores donde brincaban enormes o diminutas pelotas de todos los diámetros y dueños. Ideé un plan: conseguir la dirección de alguna de ellas, entrar por algún lado y saquearle la santabárbara donde, además de enriquecernos con redondas múltiples, recobraríamos las nuestras. Estaba loco: ya dibujaba guerras intergalácticas con marcianos de seis ojos como nadie: ya conocía lo que había en el medio de las piernas de las chicas y había ya probado mi valor y mi demencia caminando sobre el borde alto del techo de la escuela a la vista de todos. Yo estaba loco. Pero volvería a esa época aún dejando lo que me resta de vida, regalándola, para volver a sentir el diáfano rigor de la aventura y la infinitud de no medir el riesgo. Era valiente por reflejo, no por vocación. Amar sin presentir. Hoy no estoy más loco, pero lo necesitaría. Una pena de medio siglo sin haberle visto los cuernos al demonio ni oído las campánulas terribles de los ángeles agobia: una medianía tosca disfrazada de buenas maneras, un auto acerado que me lleva lejos, una amante, el futuro resuelto. Pero en aquel tiempo no sabía nada de esto: era incurable y me había obsesionado el asalto al tren. El robo al banco. El rescate de un soldado herido. La casa de una de ellas. Elegí la de Miriam. Fue un mediodía. La seguí desde la otra vereda. Dobló por Avellaneda y en un pasillito exiguo entró. Donde había una pintada de Perón Vuelve. Allí, me dije. Luego advertí al tipo conocido que saliendo de su auto parado en la puerta la siguió. Decidido, toqué el timbre y ella se asomó. Me miró a través de los diez metros del pasillo, era medio bizca y buscaba los lentes con la mano libre pues con la otra había tomado la precaución de no abrir del todo la vaina de la puerta. -Soy yo, alargué y confianzudo caminé unos pasos. La cadenita que había interpuesto me impidió entrar y me frené. Como en los cuadros de fantasmas, como si aquello fuese el cuerpo mismo de un fantasma vi, reproducido en el espejo frontal de un comedor, el perfil del padre de Pigui que se tiraba para atrás, en la semioscuridad de un recodo de comedor que apenas pude intuir, encandilado por el sol. -No, nada... ¿Usted no vio mi carpeta, señorita? Se llevó una mano a la frente, se acomodó los lentes, miró fijo y por sobre mi cabeza -¿Carpeta? ¿Cual carpeta? ¿Quien te dijo donde vivía?. -La de Ciencias, nada, es que me pareció que me la olvidé con usted. -No, mi amor, dijo con una voz agudísima que me chirrió en los oídos. La mano me expulsaba y su voz quería ser serena. Como pude pegué un salto y ya estaba fuera con el corazón tamborilleando por lo que había visto. La casa de las pelotas escondía un secreto. Un rumbo oscuro en el mediodía. El campanario cerca les ayudaría a que el papá de Pigui pudiera regresar a tiempo para almorzar. No había pelotas ni depósito ni estanterías repletas ni claraboyas giratorias donde desfilarían lentamente para ser seguidas con la vista y con solo señalar la elegida esta bajaría solita a nuestros pies. Ya dije que estaba loco. Imaginaba paisajes, veía espíritus que se escondían tras los armarios. -Comé, ordenó mi mamá. Y dejá de mirar la luna. De fondo, la radio encendida, el bullir de la olla, el olor a huerta cocida. La llave en la puerta de chapa y mi padre sonriente. Lleva algo detrás: deja el bolso en el piso y me arroja, suavemente por el piso de la cocina grisado una enorme pelota naranja que viene rodando. -Me la dieron en la fábrica por el Día del Niño, anunció besando a mi mamá y pasando para el baño donde con fragor de soldado se lava ruidosamente las manos.
No se porqué, en un impulso se la llevé al Pigui. Pobre. Muchos no lo querían al Pigui. Por eso se sorprendieron y dijeron, "que era por haberlo hecho sangrar jugando a los caballos". Y los demás que estaba loco, bastante loco como para regalarle semejante preciosura a un gordo pelotudo.
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