Jueves, 3 de julio de 2008 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Desde siempre (una pasión heredada de mi padre) he sentido la necesidad imperativa de tratar de comprender el siglo XX, en el cual viví sesenta y cinco de los setenta y dos años que cargo a cuestas ahora. Además de la lectura constante de muchos de los autores de ese siglo, de intentar entender muchas de las expresiones de la creación artística además de la literatura, me doy cuenta de que, al menos en el país, he sido testigo de muchos hechos de importancia fundamental, y que la memoria tendenciosa que tienen muchos de los argentinos hace que necesite repasarlos para preguntarme a mí mismo si yo también he sido o soy tendencioso.
Como dice Eric Hobsbawm en su Age of Extremes: The short twentieth century 19141991, a cierta edad los acontecimientos públicos forman parte de nuestra vida privada. Para Hobsbawm, el 30 de enero de 1933 no fue sólo la fecha en que Hitler accedió al cargo de canciller de Alemania, sino también esa tarde de invierno en Berlín en que el historiador, acompañado de su hermana pequeña, caminaba por las calles de esa misma ciudad desde su escuela hacia su casa, y en ese trayecto leyó la noticia en los titulares de los diarios. El historiador no puede dejar de lado esa experiencia personal. Y menos aún las que siguieron a lo largo de su vida. Su visión de los hechos, siendo el formidable historiador que es, debe experimentar de alguna manera lo que vivió y lo que posteriormente debería escribir sobre ese acontecimiento histórico. El mismo lo dice: "Mi vida coincide con la mayor parte de la época que estudia este libro (...) es decir he acumulado puntos de vista y prejuicios en mi condición de contemporáneo más que de estudioso". Este libro de Hobsbawm se ha transformado en una especie de libro de cabecera al que recurro constantemente para comprender mejor muchas cosas. Por suerte la vida del historiador ha sido larga (al escribir estas líneas creo que aún vive), y siento por él algo parecido a la veneración que sentía por Bertrand Russell.
Vienen ahora las imprescindibles aclaraciones. No soy ni por las tapas historiador, pero en lo que hace al país en que vivo y nací, y vivió y nació la mayor parte de mi familia, siento que muchas cosas que puedo decir y transmitir corresponden a mi historia personal, que a diferencia de la de Hobsbawm debe importar muy poco. Tal vez algún día les interese a mis nietos, que por fortuna son muchos, pero a esas experiencias personales no puedo ni debo dejarlas de lado. Daré algunos ejemplos. Lisandro de la Torre es una de mis vivencias aunque no llegué a conocerlo (yo nací en 1935), ya que en mi casa De la Torre, que había sido amigo de mis dos abuelos, era un tema que siempre estaba presente en todo lo que hacía o pensaba. Viví todo el tiempo de las primeras presidencias de Perón (entre 1946 y 1955) como opositor, afiliado al Partido Demócrata Progresista y además como miembro del Partido Reformista, tanto en el centro de estudiantes de Medicina como de Derecho. Recuerdo con nitidez de qué manera, para citar un ejemplo, las asambleas del centro eran dispersadas con cachiporras por grupos de individuos que llevaban un brazalete con insignias que hacían pensar en el nazismo. ¿Era así o la memoria distorsiona esos hechos? No lo sé, y cuando me lo pregunto no surge ninguna respuesta objetiva que supere el sonido de las maderas quebradas y los golpes en una de las aulas de la vieja Facultad de Arquitectura, donde una asamblea fue interrumpida de esa manera. De igual modo, mi memoria exalta el momento en que, desde los balcones de mi casa en Córdoba y Corrientes, vi cómo el escuadrón trataba de disolver a golpes a todos aquellos que se habían reunido para celebrar la liberación de París por parte de los aliados.
Sé bien que este es un prólogo demasiado extenso para comentar un libro que merecería ser leído, sobre todo por aquellos que han sido contaminados por la perversa memoria de los argentinos: Historia intelectual del siglo XX, de Peter Watson. La primera edición inglesa lleva el título de A terrible beauty. A history of the People and Ideas that Shaped the Modern Mind. El siglo veinte es de una belleza terrible. Watson cita a Yeats: "Todo ha cambiado, cambió por completo / una belleza terrible ha nacido". Cita que merece complementarse con una del Eclesiastés: "...quien acumula ciencia, acumula dolor...". Y otra, de Bertrand Russell: "La historia nos enseña que los hechos del hombre nunca son definitivos; la perfección no existe, ni un insuperable saber último". Y una tercera, de Bertolt Brecht: "Tal vez sea un error mezclar vinos distintos, pero el viejo saber y el nuevo bien se mezclan".
Me parece necesario indicar que el término intelectual, al menos para nosotros, está usado en un sentido restringido. Es decir, en lugar de poner el acento en las guerras y grandes desastres que, por otra parte, aún perduran, Peter Watson lo pone en los descubrimientos científicos, en las nuevas formas del pensamiento, y en todo aquello que se modificó sustancialmente en el terreno de la artes en general.
Nos proponemos seguir hablando de este libro, aún con aquellas discrepancias que podamos tener con él. Recomendamos, mientras tanto, a quienes ya lo tengan o a los que puedan adquirirlo, que lean las páginas dedicadas a lo que significó el "Howl" de Ginsberg para toda una generación, o las que hablan de las relaciones de Heidegger con Hannah Arendt como nunca antes habíamos leído, o las que destacan a Orwell y a Mailer como quienes alertaron a la sociedad sobre lo que ocurriría en las primeras (Orwell) y en las siguientes (Mailer) décadas de ese siglo, el veinte, que es el que sentimos como propio, el nuestro, porque los años que hemos vivido de este siglo, el veintiuno, son como una yapa que nos complace pero a la vez nos resulta algo extraña, lo mismo que si alguien nos pudiese ofrecer una improbable máquina del tiempo que nos permitiese la quimera de vivir el siglo veintidós.
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