Jueves, 10 de julio de 2008 | Hoy
Por Mario Alberto Perone
Salgo de mi casa y lo veo. Sin bajarse de la destartalada bicicleta hurga entre la basura del contenedor. No revuelve mucho, apenas un momento. Con un palo pincha algunas bolsas y las descarta. Una rápida búsqueda le es suficiente para no insistir, a pesar de que el contenedor está repleto. Yo busco unas monedas en mis bolsillos, encuentro varias y las preparo. El parece adivinar en mí la difícil escena de la caridad, la limosna inminente y culposa. Pero aparta la mirada y se va. Pienso en llamarlo y dársela, pero no me atrevo. Hay más dignidad en su miseria que en mi privilegio de jubilado cuyos ingresos alcanzan para vivir al día. El sigue su camino y yo el mío. Estoy escribiendo en presente, a pesar de que sucedió en el pasado inmediato, hace unas pocas horas, cuando salí a depositar mi basura en ese contenedor. Pero para mí la escena está presente aún. Esperé un poco, y la tiré adentro sólo cuando lo vi pedaleando por Colón hacia el sur. Yo lo vi, yo estuve ahí, con él, cerca de su humanidad poderosa, más presente que la mía, más espesa, más sólida. Las monedas me pesan. Las aprieto con fuerza, Casi las tiro, pero no lo hago. Yo lo sé. Pronto olvidaré esta pequeña historia muda. Pronto olvidaré esa mirada esquiva, que me capturó un segundo y de reojo, que adivinó mi gesto y no me permitió concretar mi propósito. Hubo un ganador en esa confrontación velocísima, y fue él. Quedé con un malestar que, seguramente, pronto pasará. Yo sé que pasará.
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Dos semanas atrás, en la mesa de al lado, dos amigos conversaban en voz baja, pero no tanto como para permitirme escucharlos discretamente. (Las mesas de este café están peligrosamente cerca unas de otras, y a veces no hay modo de permanecer ajenos a las ajenas conversaciones). Uno dijo: "Tengo un problema íntimo realmente serio, y quiero que me ayudes". El otro respondió: "Seguro, contá conmigo, te escucho". "Bueno, como sabés, estoy casado con una mujer que amo, pero no puedo tener sexo con ella. Entonces, voy a la casa de mi amante, de la cual no estoy enamorado, y tengo con ella el sexo más grandioso de mi vida". El amigo preguntó: "¿Y cuál es el problema?". "El problema es que mi mujer está sospechando algo, y quiero evitar que me descubra. Por otra parte, esta situación me perturba profundamente. Yo quisiera que con ella se me dieran el amor y el sexo, pero ignoro cómo llegar a eso". El amigo pensó un momento, y le dijo: "Yo te aconsejaría que, de a poco, te enamoraras de tu amante y trataras de tener sexo con tu mujer, y eso, quizás, (no soy psicólogo), te permitiría resolver el asunto". Cambiaron de tema, y me concentré en mis propios rollos. Llegó el Dr. Visconti con sus eternas peroratas sobre los costos de cualquier cosa, con tal de robar protagonismo, aunque fuera efímero y ante un auditorio reducido, a veces con un único oyente: Rodolfo Hodgers, que le cuestiona absolutamente todo, mientras los demás, Omar Tiberti con su intensidad personal, con su caráter estable y su amistad con todos, y esa antigua pasión por el teatro, al que sigue, aún, aportando sus conocimientos y sus capacidades, y su facilidad para desconcertarnos con sus rápidos pasajes de personaje a persona, como sólo puede hacerlo un verdadero artista. Antonio Capriotti y Danilo Gómez, periodista el uno y físico el otro, que de vez en cuando llegan a poner algo de cordura en nuestras caóticas conversaciones, Gilberto Krass, con su caminar inimitable y su historia larga y rica y su libro (¡al fin!) terminado y pronto a ser presentado en sociedad, y yo mismo, siempre rápido para zambullirme en un diario cuando la cosa se pone demasiado densa para mi gusto (Rodolfo dice que mis silencios no son sabios sino evidencias de mi ignorancia general y creo que no está muy equivocado). De pronto, llegan al café aquellos dos amigos cuya conversación escuché con no poca curiosidad. Se sentaron cerca, y volvieron al tema. El hombre perturbado tenía la misma cara de fracaso que le vi. El otro le preguntó: "¿Y? ¿Pusiste en práctica mi opinión?" Respuesta: "Sí, la puse en práctica". "¿Entonces?" Respuesta compungida: "Ahora el problema es cada vez mayor" Pregunta asombrada: "¿Cómo puede ser eso?" Respuesta lacrimógena: "Ahora estoy enamorado de las dos y no puedo tener sexo con ninguna."
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En mi mesa del café, cuando estoy solo (como casi siempre) engancho mis piernas con las patas de la silla que me enfrenta. Así recuerdo otras tardes, en las que no estuve solo, y la mujer que me acompañaba me permitía enredarlas con las suyas, sólo por un ratito, porque privilegiaba la perfección de sus medias por sobre la aceptación de mi gesto ansioso y torpe. Eso duró poco. No fueron muchos los momentos de esa clase, y llegué a creer que el hecho de abandonarme fue, precisamente, por esa tonta actitud, sumada, claro está, con otras causas, no menos tontas que esa. En todo lo demás, nuestra relación siempre estuvo basada en un completo desacuerdo, desde su comienzo, creo. A veces, abstraído en la lectura de las policiales, busco automáticamente aquellas piernas que ya sólo son memoria, y me encuentro con las de Rodolfo, que las retira bruscamente, mirándome con una extraña expresión en su rostro. Me doy cuenta enseguida de que he metido la pierna (o mejor, la pata), y siento enrojecer mi cara por la vergüenza. Sé que la comparación es absurda y completamente injusta, (recuerdo las piernas de ella y comienzo a lagrimear), pero así suceden las comparaciones y las similitudes. La mente, obnubilada por la soledad del abandonado, produce muchas actitudes grotescas. La velocidad con que retiré mis piernas de ese contacto equivocado fue la misma que la de Rodolfo. Después, ambos adoptamos nuestros rostros impersonales, los rostros de los hombres en un bar, gastando una parte del tiempo que se escaparía lo mismo en cualquier otro lugar. Hasta me pareció ver en Rodolfo un gesto amistoso, como si me hubiera comprendido, como si viera en mí al abandonado sempiterno, digno de una compasiva piedad.
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