Martes, 12 de agosto de 2008 | Hoy
Por Miguel Roig *
En Buenos Aires, hace años, viví en un departamento de la calle Azcuénaga, en un tramo tranquilo, entre las calles Juncal y French, en donde el tráfico era escaso y por la ventana abierta del segundo piso, en los meses cálidos, entraban las conversaciones y, aunque parezca irreal, el canto de los pájaros. Frente a mi edifico relativamente nuevo había otro en la vereda opuesta de línea clásica, con grandes balcones y ventanales. Mis ventanas se enfrentaban a uno de estos balcones, donde había un piano y una vieja profesora. La mujer, anciana, solía frecuentar el café de la esquina. Era alta y delgada, con una cara angulosa envuelta en piel traslúcida y pelo corto, blanco, desordenado; sus ojos celestes, húmedos, leían con serena atención el Herald y sus largos dedos de pianista arrancaban el filtro de los cigarrillos antes de fumarlos: cuando abandonaba el café, dejaba el cenicero lleno de diminutas colillas y un igual número de filtros sin usar. Puede que haya tenido más, pero yo sólo vi a una sola alumna sentada al piano de su piso. Muy de tarde en tarde una sonata de Beethoven siempre la misma me distraía de cualquier cosa que estuviera haciendo. Me asomaba a la ventana y enfrente podía ver a una mujer de veintitantos años sentada al piano, ejecutando la Apasionada y a la vieja pianista de pie, de brazos cruzados, a veces estática, a veces caminando por el salón, escuchando, interrumpiendo, acercándose al teclado y soltando los brazos para rodear con ellos a la chica y explicar con su intervención qué clase de sonido pretendía que produjera el allegro. Yo asistía a ese concierto vespertino observando a la ejecutante, de espaldas a mis ojos, sentada en un pequeño banco frente al piano de cola. El pelo recogido, un cuello dócil que se dejaba llevar por la cabeza siguiendo el imperativo de la partitura, un cuerpo menudo pero delicado que se apoyaba en el banco con cierta levedad, recibiendo con gestos tenues pero constantes, los embates de los dos brazos febriles que parecían de otra persona, no de ella: era las alas en movimiento de un pájaro quieto. Habré asistido a esta escena cuatro o cinco veces, no más. Cuando llegó el frío, las ventanas se cerraron y la música cesó.
Ha pasado mucho tiempo pero no el suficiente para que esa imagen se diluya. Hace unos días la volví a vislumbrar en Londres, en la exposición del pintor danés Vilhelm Hammershoi en la Royal Academy of Arts. Los cuadros de Hammershoi, un pintor olvidado de la segunda mitad del siglo diecinueve, enseñan interiores casi desnudos, acaso una mesa o un piano, ventanas que parecen dar a ninguna parte ya que el exterior se abstrae tanto como los ambientes que, en muchas de las pinturas, se multiplican, vacíos, comunicados por puertas abiertas y al fondo, se vislumbra una ventana, lejana, advertida sólo por una luz un poco más viva que apenas resalta en ese mundo crepuscular que oscila entre grises, sepias y azules.
En una serie de estos cuadros de Hammershoi hay siempre una mujer de espaldas. Siempre es la misma mujer la esposa del pintor, con el cabello recogido, un cuello blanco que destaca por el vestido negro que se repite en cada obra. La vemos frente a una pared separada de ella por un mueble, con la cabeza levemente inclinada. O sentada en una silla, siempre cabizbaja, frente a puertas abiertas que llevan a otras. O ante una mesa orientada hacia el ángulo que une las paredes. O enfrentada a una ventana, sin más hábito que la luz difusa. O delante de un piano.
Estas mujeres en algún momento recuerdan a las de Vermeer, pero nada tienen que ver entre si. Todas las mujeres de Vermeer se refugian en la soledad, buscan la intimidad para realizar una acción concreta; las de Hammershoi no. Si bien la exposición se titula La poesía del silencio y es preciso el hecho de que toda la obra está envuelta en él, este silencio se produce porque es el tiempo el que se ha detenido y ese es el sonido que produce esta acción, la única evidente.
Una de las razones, creo, por la que aún persiste en mi memoria la pianista de la calle Azcuénaga es porque nunca conseguí ver su rostro, sólo algún apunte del perfil.
Cierta penumbra, la luz nórdica, casi enferma; los espacios con un mobiliario mínimo, incluso, a veces, ausente, lindan con cierta abstracción que vincula a Hammershoi con el simbolismo pero lo que nos sumerge en nuestro propio limbo son las espaldas sin rostro a cuya construcción uno se aboca, deteniendo su propio tiempo y en el más absoluto silencio.
Unas décadas antes de que Hammershoi pintara estos cuadros, Baudelaire había publicado Las flores del mal. El poema A un transeúnte (A une passante), que se incluye en los Cuadros parisienses, está escrito alrededor del rostro de una mujer, de su mirada. Baudelaire narra la modernidad: en un escenario nuevo, una metrópoli en la que la 'calle atronadora aúlla' en torno suyo, al ver a la mujer en un instante fugaz, en medio del caos urbano, el poeta cruza su mirada con la de la mujer: Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza / Cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
Todo esto ocurre en un encuentro efímero: la nueva ciudad es un espacio en el que no hay tiempo. La mujer se pierde en la multitud y el poeta se queda solo: ¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás? Pero, lo curioso, es como toda la relación se comprime en esa epifanía y, después sí, el tiempo se detiene para evocarla: ¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca! / Que no sé a donde huiste, ni sospechas mi ruta, ¡Tú a quien hubiese amado. Oh tú, que lo supiste! (1)
Hammershoi apenas salía de su casa de Copenhague, por eso la mayoría de su obra la realizó en ese espacio y su única modelo era su mujer; cuando salía no era para perderse en la ciudad, era para viajar a Roma, Londres. La manera de ser moderno de Hammershoi fue darle la espalda, simbólicamente, a la modernidad: oculta el rostro de alguien que tiene a su lado. No lo ve. Baudelaire detiene el tiempo cuando ya no puede retener el rostro de la mujer perdida entre la multitud; Hammershoi lo hace delante de una mujer que no puede ver.
Alguna vez, ocasionalmente, cuando en la radio he escuchado la Apasionada, también he vuelto a revivir la escena de la pianista. Pero quizás porque soy incapaz de reproducirla mentalmente, al regresar a ella sin el estímulo musical, éste está ausente; la imagen inmóvil permanece en silencio en mi conciencia para siempre, lejana.
Quisiera, como hacía la anciana profesora con los cigarrillos, desechar los filtros pero eso no es posible: que regrese la música, que ese rostro se deje ver. Imposible y paradójico, porque aquella espalda, la de ella, se aleja cada vez más en un pasado que se agranda sin pausa detrás de la mía: soy yo ahora el que le da la espalda a su cuerpo sin rostro.
(1) Traducción del francés de Antonio Martínez Carrión
http://www.royalacademy.org.uk/exhibitions/hammershoi/
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