Lunes, 15 de septiembre de 2008 | Hoy
Por Sonia Catela
Caerá al atardecer con su poncho rojo. Como no dándose cuenta de las cosas; con su poncho rojo y termo y mate bajo el brazo, atajándose de alguna incómoda negativa tuya por si te pidiera "cebate unos amargos".
¿Le levantarás las barreras pese a las aguas corridas entre ambos? "Adelante", dirás. Unicamente porque ha aparecido en el medio ese peculiar "otro". ¿Lo sabe él? El lo sabe. Caso contrario, no estaría en los aprestos de esta escenografía, con las banderillas listas a clavártelas en el pescuezo, olé.
No se atreverá siquiera al menor intento de arrollarte hasta la saciedad. Juan Manuel se aposentará en el lugar donde solía hacerlo hasta hace ocho meses, la sillita de paja con su almohadón de cretona, y olerá los alrededores husmeando rastros dejados por el "otro", alguna ráfaga fosilizada de colonia, un aliento caído y sin barrer, restos de alguna mordida. Juan Manuel, baqueano en la caja de cemento de la cocina; impostor.
Sus palabras darán vueltas en redondo, caminando lejos del círculo donde se levanta el monolito de su acusación. Te invitará a compartir mates. Te perorará sobre la política del gobierno, la injusta distribución de las riquezas. Hasta que, tendiendo teatralmente su brazo con el poncho arremangado (cuánto engordó en estos meses) dirá: "lo sé todo". Como si no hubieran corrido tantas aguas turbias bajo tus puentes y los de él, un aluvión de barro y estiércol, y como si él mantuviera, todavía, jurisdicción sobre tus decisiones.
Ahora, los dardos en tu cogote: "Elegiste bien", escupirá su rencor, "en todo el pueblo, de todos los pibes, elegiste justo a..." (el nombre se le desbarranca por el precipicio de su ira, no puede enunciarlo). Lo pondrás vos en vocablos: "¿justo elegí a tu hijo?".
Rubén, dieciséis años.
Te insultará bajito. "Ramera". El creerá que es tu desquite, una afrenta a su ser de toro en rodeo propio y torazo en el ajeno. Armará su manifiesto: "no vas a corromper a mi pibe. No te lo permitiré".
Rubén, dieciséis años.
Asegurará que viene a cuidarlo. Pero sabés que lo que hará él es demolerlo, (y que se las pague), clavetearle punzones en carne viva. En una conversación de compinches, (ése es su modo de tratarlo, como a un par; impostor), sobre una mujer que, por casualidad, ambos conocen carnalmente, le demarcará territorios, despellejándolo y llevándose el cuero cabelludo de Rubén como trofeo.
Sabés que Rubén es un error sólo porque adolece de paternidad incompatible, no por los años de diferencia, que finalmente, no cavan ninguna zanja dramática. Rubén cruzándose con vos en los pasillos de la escuela, el fruto prohibido, tentación y caída.
Juan Manuel agregará: "¿te acordás de aquellas cartas que me escribías?" Imprimirá un color de nostalgia al recuerdo; será una amenaza. Se las mostrará al pibe. Le arrancará todas las muelas con las que tasca la carne tabú de una ex amante.
Este hombre por el que hubieras puesto la otra mejilla, (en realidad, te sometiste a ésa, la peor humillación) ya no te atrae. Más bien, te repugna. El, su cuerpo, su discurso. Impostor. Te acercarás, "¿y de dónde sacaste esa historieta?", "Mi hijo te escribió una carta, la encontré". Simularás ardor, lo abrazarás: "dejemos esa telenovela fantaseada. Todos los pibes se enamoran de sus profesoras. Dibujan corazoncitos con mi inicial, dejan en mi escritorio notas anónimas. Fiebres pasajeras".
De últimas, Juan Manuel creerá lo que su ego le indique. No le interesa nada fuera del monumento propio que se ha erigido dentro de sí y que espera que la historia, alguna vez, materialice en la plaza del pueblo. Impostor. Te inclinarás hacia su boca, "¿Podés comprender? Sólo se trata de un malentendido". Afirmarás que lo extrañaste. El retrucará que nunca en la medida de su sufrimiento personal. Lavarás sus pies y sus heridas. Te negarás tres y treinta y tres veces. Entrarán al dormitorio. Te repugnará.
Luego, rápido, todavía a tiempo, verás la manera de alejarlo a Rubén, una ruptura dulce, sin lesiones, el mínimo de daño. Que no lo machuque. Que no lo machuque demasiado.
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