Jueves, 9 de octubre de 2008 | Hoy
Por Luis Novaresio
Ayer me tocó responder una encuesta interesante. Lamento poner en público este adjetivo si es que esto viene siendo leído por alguno de los autores de sondeos de opinión pública. Pero es lo que siento. Ya te habrá pasado tener que recibir un llamado telefónico o ser detenido en la calle para que te consulten sobre los más diversos temas reduciendo las posibilidades al blanco y negro cómodo a la hora de contar las cruces del encuestador. El "a" o "b" que suelen proponerte, en general, ayuda a sacar un título o una conclusión de efecto ("los rosarinos son infieles", "nuestra sociedad es machista", ponele) con un mismo negro o blanco aburrido. Descarto, claro está, la opción "No sabeno contesta" porque soy de los que presumen de poder opinar de todo (así me va) y porque soy de lo más educado como para no decirte al menos un buen día si estás con carpeta y formulario en mano.
Tampoco sé si a vos te pasa que muy seguido te toque responder una encuesta. A mí me sucede. Algo tendrá que ver el hecho de trabajar de lo que trabajo pero, como dice una gran amiga, hay gente que camina por la peatonal Córdoba y se le pegan las burbujas de agua enjabonada que hace el vendedor de la esquina con Entre Ríos y a otros, los esquivan. A mí se me adhieren los encuestadores. Qué se le va a hacer. Me ha tocado tener que pronunciarme si estoy a favor del campo o del gobierno (¿y si no estoy con ninguno de los dos porque creo que semejante opción no es más que un dogma mentiroso que ayuda a que los autoritarios de ambos lados tengan más leña en su fuego?), si creo en el matrimonio de las parejas gays (¿y si creo en una tercera, cuarta o quinta opción?), si soy garantista o partidario de la mano dura (¿y si creo en universal garantía del estado de derecho de la ley que juzga en base a las posibilidades de cada uno para respetar en una decena de normas básicas no en cientos de miles ridículas que deben siempre, sí o sí, ser respetadas porque estoy aburrido de los seudo garantistas del pico para afuera o de los camuflados fachos que quieren pena de muerte para el resto, ya que el infierno es siempre ajeno?) o, por citar dos o tres ejemplos, si soy optimista o pesimista sobre el futuro nacional. Y bueno: hay de todo.
Ayer, como te decía, me detuvo en la plaza Pringles una niña de no más de veinte años que, amabilidad con dientes blancos a flor de piel, me consultó sobre mi voluntad de responderle un cuestionario. Después de mi sí, me aclaró que no podía revelarme para quién la hacía a no ser una vaga referencia a un instituto de estudios religioso de una Universidad confesional de nuestro medio. Entonces, empezamos.
¿Por qué un hombre debería creer en Dios? Esa fue la primera pregunta. Y ahí nomás sospeché que se trataba de una encuesta distinta. Original, al menos. El que pensó el sondeo, bien podría haber iniciado el cuestionario con un "cree en Dios", o en un "por qué no cree en Dios", naturalizando que la norma es ser religioso. Además, consultar así, determina un camino cómodo para cualquier análisis posterior y su consabida conclusión: "el 50 por ciento de los rosarinos cree en Dios". Pero no. Cada vez que me han interrogado sobre el tema, condicionando lo que vas a decir con el prejuicio de la consigna, pienso que nadie se le ocurriría consultarte "¿por qué cree que el agua moja?", por ser yo también simplista. Inmediatamente vos contestarías que el agua humedece porque has metido el puño de tu camisa bajo la canilla cuando lavabas los platos o porque de pibe tu primo te tiró vestido a la pileta. Y punto. Que te consulten, entonces, por algo no sujeto a la percepción de los sentidos o demostrado ya por la ciencia (yo nunca vi a la Tierra girar alrededor del Sol, pero desde que casi lo queman a Galileo, lo creo) sin que responder distinto te convierta en un extraterrestre, fue un avance.
La segunda pregunta fue no menos original y, creo, más incisiva. "Qué es más cómodo para un hombre común; ¿creer o no creer en Dios?" He leído análisis sobre la felicidad o la angustia que produce ser creyente. Pero me pareció muy atinado que alguien quisiera saber cuánto le pesa la tranquilidad cotidiana a la hora de creer en un ser todopoderoso sobrenatural. Después siguieron preguntas derivadas de mi respuesta agnóstica que fueron desde la duda de todos los días sobre la existencia de Dios (si tenés un dolor físico, ¿te sentís tentado en pensar que Dios podría ayudarte?; si algo que te da felicidad llega sin que lo hayas provocado, ¿atinás a creer que un ser sobrenatural te lo brinda como modo de pueba de su existencia?) hasta la muy sutil de inquirir sobre tus experiencias de "conversión" entendiendo esto como la tentación de querer convertir al creyente en un negador de lo divino.
No creer en Dios me parece natural. Y eso no quiere decir que sea bueno, elogiable o digno de festejo. No creer en algo no comprobable por la experiencia o por la misma ciencia que aplaudimos cuando avanza en curar el cáncer o llega a Júpiter, me parece, es una respuesta espontánea a algo tan inabarcable como la idea del Supremo. Si luego el don de la fe, tu vida, tus sentimientos o tu razón, o todo junto, hacen que vos puedas saberte un ser de una creación divina, el resultado de tus afirmaciones es otro, maravilloso, tal vez.
Que vos puedas reconocer que no tenes la creencia en Dios es incómodo en la mayoría de las sociedades civilizadas (en las incivilizadas es motivo de muerte o discriminación fatal) pero, creo, hay que reconocer que la incomodidad ha sido el germen de las rebeliones pacíficas y de las otras para cambiar el statu quo de lo que estaba mal. Ni la penicilina se creó porque las bacterias fueran pacíficamente asesinas ni Einstein pensó en la relatividad apoltronándose en Newton. Encuestar, por fin, parado en la convicción de que el rótulo prejuicioso que yo impongo al otro hace que sea imposible que ese mismo otro no tenga una porción de "la verdad" es autoritarismo. Aunque se encubra en progresismo dialéctico.
La niña de la encuesta se iba caminando por la calle central de la plaza y se dio vuelta para volver a agradecer. Me dejó una copia del cuestionario que tenía en su encabezamiento esta frase: "la verdad no es cuestión de correspondencia con la realidad. Porque la realidad del que cuenta está mucho más teñida por el deseo de poder del que la dice que con su convicción de certeza". Y me gustó.
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