Miércoles, 15 de octubre de 2008 | Hoy
Por Jorge Isaías
Este país que está entre el mar y la cordillera
para abarcarlo hay que andar a través de un continente (...)
A través de los trenes flotantes del Litoral
(por ahí se va a la casa de Juan Ortiz y el hondo Gualeguay)
Raúl González Tuñon (en "Primer canto argentino", 1945)
Puestos a analizar ese corpus gigantesco, esa "alta catedral de la poesía" al decir de Hugo Gola, veremos que esa obstinada y silenciosa coherencia nos pone súbitamente frente a una de las obras más importantes que se construyeron en este país de espaldas a las culturas oficiales de todos los tiempos, de todos los fabricantes de prestigios y de todos los inventos con que las metrópolis nos tienen acostumbrados por lo menos desde Echeverría hasta aquí.
Quiero suponer que no le habrá resultado fácil a un hombre de escasos recursos, en el aislamiento a que lo sometió vivir perdido en ciudades de provincia (de esa provincia que como le gustaba decir "tiene un aire muy particular" y no solamente esa red intrincada de ríos y senderitos donde él fue dibujando, bordando con una obsesión de espléndida monotonía como exigía Pavese de un poeta auténtico sus textos).
Juan Ele Ortiz no necesitó los fastos de las grandes luces capitalinas para realizar una obra gigantesca, renovada con los elementos más felices con que su entorno lo obsequiaba, con las informaciones de todas las culturas del mundo que vaya a saber cómo conseguía e incorporaba en sus largas vigilias, esa obra que aún hoy resulta secreta y que dada la esquizofrenia de un país que deprecia a sus creadores auténticos, que los somete al olvido y el desconocimiento, que no les perdona esa libertad en que eligen vivir por el orgullo de su humildad sin concesiones, corremos el riesgo de perder para siempre.
Ortiz es el ejemplo más alto de una poesía que es ante todo fiel a sí misma, que hace poner en carne viva las matrices de su estado de éxtasis, recorriendo y tratando de escribir, de marcar sobre la textura de los ríos o pasando sus largas perífrasis sobre el vuelo alto y libre de las calandrias, que no deja de tener sus caprichos y sus retrocesos, que nos va enseñando a vivir de la única manera que un hombre debe: con autenticidad y valentía, dejando afuera de sus versos y sus estipulaciones a todo lo que sea indigno, injusto, de todo aquello que violente esa armonía que él defendía con una obstinación admirable.
Resulta curioso que un hombre que concitó en la década del setenta una fanática asiduidad de parte de sus seguidores que lo convirtieron primero en mito y luego en leyenda, digo que también las revistas capitalinas de la frivolidad le hacían largos reportajes tal vez para remarcar lo menos importante, aquello que les parecía más exótico, pero ninguna editorial de envergadura comercial se interesó nunca para publicar sus libros tan necesarios.
Hugo Gola se asombra en el prólogo a En el aura del sauce por el lujo que se daba este país como para no incorporar a su cultura viva una obra tan valedera.
Pese a las reediciones que se han producido en esta última década, reservo para mí la sospecha de que el asombro de Gola tiene aún asidero, ya que esas reediciones han sido hechas en la Provincia de Santa Fe, porque ninguna editorial de las llamadas "grandes" (las multinacionales, digo) se interesó por ellas. Con el consabido perjuicio para una difusión que incluya la mayor cantidad de lectores posibles. Creo que la obra del gran entrerriano se lo merece.
Pese a esfuerzos interesados de algunos sectores por apropiárselo, Ortiz siguió libre con su poesía porque esa escritura está construida con un lenguaje que elude las afirmaciones estentóreas, él mismo descreía de los idiomas occidentales porque decía que estaban hechos para dar órdenes.
A veces me pregunto cómo se tomaría él este mundo de los gerentes y la frivolidad, esta postmodernidad que pretende que la poesía no diga nada, que pretende licuar los sentimientos.
Barthes afirma que "no hay lenguaje escrito sin ostentación", pero me parece que no podríamos explicarnos la obra de Juanele Ortiz con esa aseveración tan francesa. ¿Es ostentación una escritura que elude hasta lo indecible las grandes afirmaciones de la que está plagada la poesía moderna desde Baudelaire?
En esos grandes remansos de sentido que Ortiz obsesivamente intenta una y otra vez desde sus apenas expuestos poemas de juventud hasta los grandes hiperbolaciones de la fonética, la utilización de las comillas mediatizando constantemente el sentido de las palabras, la inclusión de algunas en otro idioma, menos que las de uso común que va cargando deliberadamente de honda efectividad; el uso de los diminutivos y las interrogaciones sin abrir que hace de un largo verso leído casi hasta el final como una afirmativa nos deja sin aire al cerrar con un signo de pregunta.
El uso intensivo de las comillas cuando quiere resaltar con afectividad un giro de la región, el sobrenombre de sus tantos amigos muertos o vivos, que pone a circular con toda naturalidad, en ese islote flotante de signos, que van buscando siempre el estuario donde todos los hombres deberán encontrarse un día en busca del espacio de la gran fraternidad universal esperada según él desde siempre por el hombre.
Muchas veces he pensado su poesía como una gran madeja que él iba desovillando pacientemente, que él iba cada vez más conciente de su perennidad hilando su Historia, introduciendo los mitos de la cultura guaraní que tanto amaba hasta los movimientos de los desharrapados del ejército de Artigas desplazándose por las cuchillas entrerrianas.
Tal vez con ningún poeta se nos presente la imagen romántica de la bondad puesta tan paralela e indisoluble con la poesía, que lo abarca todo: desde las fulguraciones de múltiples arañitas sobre el papel en blanco hasta la propia respiración del universo.
Creo que como nadie uno puede situarlo en el verdadero camino del maestro, creo que esa obsesiva red de significaciones que él fue uniendo en la soledad más propicia y más desvalida, pero en aparente contradicción, usó esa fortaleza del que está seguro de su camino.
Entonces en el cuerpo de ese hombre delgado que ya inficcionaba todo un sistema literario con sus anécdotas, de apariencia pintoresca, se centraba una de las voluntades más extraordinarias de estilo, uno de los pocos vitales y verdaderos en la poesía del Siglo Veinte que se escribió en la Argentina.
El 2 de setiembre de 1978, en aciagas horas para el país, moría de un enfisema pulmonar Juan Laurentino Ortiz, "natural de Puerto Ruiz", como gustaba presentarse. Antes había escrito los poemas más hondos y empecinadamente optimistas sobre el porvenir del mundo, nos había enseñando a vivir más cerca de nosotros mismos y de nuestros semejantes, había trazado con una paciencia de chino una poesía que intentaba llegar al corazón de los hombres, había escrito también a modo de disculpa, como era su forma: "Yo me dejo vivir, la vida me atraviesa, me transporta. Analizar mi propia poesía sería interferir esa corriente que toma y me lleva y me trae. Y eso me parece, si no peligroso, por lo menos frívolo. Hay algo más que está antes y después de la poesía misma, incluso de aquella que nos parece más viva, más abierta. Es difícil, tal vez imposible, porque la poesía como la vida resiste a todo intento de definición"(1).
(1) En Juan L.Ortiz: la experiencia poética, Alfredo Veiravé, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1984, página 180.
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