Sábado, 18 de octubre de 2008 | Hoy
Por Miriam Cairo
Puesto que no llegan tus labios a las nueve, me inclino ante el cuaderno, animada por todo cuanto no sucede en rededor. Cosas menudas se me presentan. Un verso de Perlongher, una botella, una idea del mßs acß, un temblor en la mano izquierda. El arma de la noche real, la única estrategia contra su propia derrota, es reinyectar un enjambre de brillantes mariquitas sobre un asfalto apelmazado de soledad.
Desde ya te digo que tu método de alejar tus labios de los míos es tan malo como el mío para no desearlos. En este terreno, como en cualquier otro, creo que la voluntad parte de donde quiere y llega a donde puede. Por todo ello tengo grandes deseos de escribir sobre tus besos y no sobre otra clase de tempestad.
Mi mano quiere pensar en escribir para ganarse un oso de oro. Escribe, como cualquier narrador, en primera o en tercera persona. Ensaya con cierto éxito el desafío apelativo de la segunda, porque busca un otro que quiera oír. Mi mano no nació en una librería de Londres, ni siquiera en Cúspide, ni en Ross, ni en Clásica y Moderna. Mi mano nació en un extremo de mi cuerpo y lucha por su independencia. Ella trata de escribir su propia historia que tiene que ver con una sombra nacida en mi cerebro.
Pongo un ejemplo: no tendría caso que ella contara su catástrofe, ni los estragos del alcohol, porque la mano que escribe tiene dificultades para hablar de ciertas cosas. Creo que me estoy enredando. Es costumbre de mi mano, trazar laberintos palabra por palabra de tal modo que ni ella ni yo sepamos hacia dónde vamos. Mi mano no es la mano ciega del prodigioso. Ella y yo nos extraviamos en una habitación de tres por tres o en el bar de siempre. Nos extraviamos mientras las mariquitas se mueven como sirenas abroqueladas en un mare mágnum de desodorante masculino realzado con perfume de imitación. Abanican los sueños de la ciudad con sus pestañas postizas. Mueven el pelo histriónicamente como si una cámara les pidiera shock.
A las nueve tus labios no vienen a mis labios y yo cedo el poder de la conciencia a mi mano. Dejo que me lleve por sus enrevesados caminos. Ella da vuelta la página del diario que pronto será de ayer. Leo: "Tolstoi dijo que el hombre puede pasar hambre y guerras pero que la tragedia principal es la de la alcoba." Hay noticias que no envejecerán jamás. Yo escribo con mi mano salvadora.
Faulkner bebía para sentirse más bello, más alto, más calmo. Carver bebía porque todo lo que deseaba no iba a suceder. Bukowsky bebía porque un sabor temprano de la muerte no es necesariamente mala cosa. Duras bebía en caso de insomnio o súbitas desesperaciones. ¿Es Fogwill quien en otro diario reclama el derecho a la embriaguez? Cheever bebía para salvarse del terror de los puentes, del terror de la esposa, del terror de la escritura, del terror de A. Mi mano me da de beber porque la noche se pierde en busca de su noche. Nadie está seguro consigo mismo.
Digo. Bebo. Escribo. Espero. No es el hambre y no es la guerra lo que te demora. Pero qué se le va a hacer si la vida es una princesa que siempre pierde su zapato. En una tarea eterna, la mano busca independizarse para torcerles el cuello a la vida y a la princesa.
Cenicienta es una mariquita hermosa que puede hacer promociones de make up. Y a pesar de su madrastra se la ve tan chillona, tan pizpireta en esa esquina en la que hace flamear su intimidad. Esa pequeña porción de realidad colgándole entre las piernas la pone por encima del cuento y queda a salvo de las miradas piadosas. Se vuelve ruda y temperamental. Cenicienta se encabrona con el milico que le reclama las cuotas que le adeuda. Recias palabras salen de su boca. Walt Disney no las podría repetir nunca. Cenicienta se ha llenado de coraje y de baratijas, pero prefiere los dijes de fantasía al oro inquisidor de la protección policial.
Mi mano está desconcertada. Sobre el cuaderno espiralado empuña la segunda persona y no sabe por qué te imitan unos peces de iridio que imagina. Se inquieta porque pronuncian tu nombre húmedo con sus labios húmedos pero yo no la escucho. No le digo nada porque no decirle es mi modo de clausurarla. Igualmente su voluntad excede los límites de las falanges, sube por el brazo como una benéfica gangrena de palabras. El hormigueo vitaliza la hora difícil. Me parece haber escuchado que el escritor cuenta una historia para intentar calmarse. Una historia de besos quemantes.
La mano ejerce un impulso natatorio junto a los peces que te nombran. El ron es un mar que huele a amapolas. La historia que mi mano escribe es absorbida por las corolas libadas de las flores. Ocho horas pasan rápido porque cada una de ellas se disuelve en su noche. El ron desnudo, en mi mano desnuda, en mi cuerpo desnudo pasa rápido y me disuelve en mi noche. La mano ebria se anima a dar una brazada. Intenta expresar un esfuerzo natatorio. Pero no creo ni por un instante que con él lleguemos a la orilla. Esta noche, aquí sobre la tierra, se repite la historia de siempre: los muertos de estas guerras son puestos inmediatamente de pie en la habitación donde duerme el oso de oro.
Ya no son las nueve pero las mariquitas y yo todavía tenemos un aspecto bastante ágil. Lástima que a esta hora se haya muerto la esperanza. No diré que mi mano es tan enrevesada como mi cerebro pero, como él, no lo dice todo. A esta hora, los que no quieren llorar necesitan un hombre, o una mujer, o un hombremujer sobre sus tacos altos. La guerra de las alcobas deja cadáveres que las mariquitas enfermeras reviven con lenitivos orales. Uno a uno pasan. En media hora estarán listos para regresar al campo de batalla. Las mariquitas vuelven a decorar con rouge la boca sanadora. Son hermosas. No son hermosas. Con mi mano emprendedora lanzaremos una línea de cosméticos transgenéricos para hermosear la diversidad. No se trata de eso. No hay necesidad de belleza. Las mariquitas no lloran porque no son bellas. Las mariquitas no lloran.
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