Martes, 18 de noviembre de 2008 | Hoy
Por Adrián Abonizio
La vida se abría en color pero las películas en blanco y negro. La vida era dimensional y empezaba el girar al compás de la sicodelia, pero eso a nosotros no nos llegaba: el calendario atrasaba, las mariposas se tornaban insoportables porque tentaban al crimen había millares, eran plaga ; había un Vietnam lejano que ni sabíamos qué significaba pero aparecía en la gente sepiada. Nosotros éramos el molino de viento en medio de las tempestades: chiquitos, fértiles, escondíamos el agua del futuro, saciándonos en la fuente de la inocencia y la malicia ingrávida consistente en ser chicos nada más. Y andar con sed. Empalagados con Johnny Hazzard en cuadritos hacíamos justicia con aviones de plástico sobre casuchas que ardían por el fósforo de cabecita roja que dejábamos dentro. Pinto era un especialista en matar: había diseñado una cerbatana caño de aluminio, dardo y soplido que daba en el blanco. Había también un recipiente saturado de alcohol cuya mecha corría al contacto con el fuego y producía al implosionar un agradable chasquido seco de muerte. Los insectos ardían y dejaban al expirar un aroma inconfundible. El olor de los muertos, dictaminaba con el dedo vendado producto de una cortadura. Fuimos a su casa y por vez primera me asomé a un conventillo pero con pigmentos. Los otros aparecían grisados en las películas que evocaban los encantamientos o las tragedias italianas en los filmes porteños del Riachuelo. Pinto había venido del mar, como sus padres. Y vivían en una casucha que evocaba los camarotes. Al fondo, tras una parra estaba la cocina. Sobre la pared un Rojitas con pelota marrón y un Marzolini sorprendido en pleno despeje ilusionaban con tardes arrabaleras, perdidas en la Bombonera. Pintos era bravo como un dios: fue el primero que me pegó tan duro que me hizo llorar. La guerra funciona así: es inesperada y no se pueden detener las lágrimas, la humillación hace llorar más que el dolor o la falta de aire. Fue en el patio a la vista de todos y mi primera derrota visible. El pueblo es bestial y su memoria selectiva: poco se recordaba que el día anterior había hecho yo lo mismo con el grandote Gerónimo. Esa postal me persiguió por años y nunca la pude borrar. Con los días se armó el primer cuadrito donde me desempeñaba con el entusiasmo y la habilidad que fui perdiendo con la edad. Pintos jugaba gracias al miedo ajeno. Delante del arquero, torpe y con la camiseta de Boca flamante daba vergüenza atestiguar lo patadura que era. Nadie le discutía su caballuno modo. Pero en esa bestialidad residía su poder de amianto: te sacudía sin gracia, de punta, dejando un surco invisible de dolor a su alrededor. Todos evitaban su zona, salvo yo. La tarde aquella me latían las sienes, inconfundible seña personal de la furia y la redención: recibí en el medio y me saqué de encima a Sastre, y a Tobach para irme solo hacia el arco. Claro que esperaba en la zona de pique y muerte el maligno Pintos. Lo esquivé y sentí el roce en mi pantorilla de sus botines acerados. Me alcanzó y vi su sombra junto al guardavallas, un tal Moyano que se preparaba a recibirme de frente. Giré como para evitar la colisión y extendí el pie de plancha con el destino hacia la tibia de mi rival odiado. Se sintió como una madera al quebrarse. La pierna no era la de él sino la del arquerito que yacía en el piso, mirada al cielo, inmóvil sin atreverse a ver el desastre. Pintos se acercó, extrajo de no sé donde un trapo que puso sobre la herida y dos maderas a manera de tabique mientras llegaba la enfermería. Lo había visto en Combate. Ni me miró: tenía los ojos celestes puestos en la herida, denotando lo brillante cirujano que sería con los años. Ahora estábamos allí y por vez primera advertimos las mariposas alrededor y la luz violeta del sol de 40 grados y el piso humeante y la sangre manchando el área de baldozones. Era de él. Agachado sobre el herido, nadie, ni él mismo, había advertido que le manaba goteando desde el tabique roto. Dos muertos, me dije. Soy el heridor más competente de la compañía. Dos bajas, una involuntaria, la otra deseada. Le toqué el hombro, se volvió y me miró con lástima. La misma cara que vi cuando, años después, en un choque de autos, fui a dar a la guardia y un Pintos cuarentón me atendió, sonriente, pero retenida creí ver pero no estoy seguro su furia en aquellos ojos celestes. El no había sido jugador ni nada parecido, encerrado allí en esa cajita de aluminio de primeros auxilios. Quise entrever una vida lastimosa y fracasada pero no lo logré. Estaba pleno, bronceado y me estaba atendiendo las magulladuras. Ni hablé, ni me sonreí. Soy un idiota, sépanlo. Todavía guardaba la humillación aquella como si recién me hubiese sido proferida. Y el golpe, allá en el patio de infancia, no la había amenguado. Tenés chichones por todos lados, che. Pero el más grosso sigue siendo éste, susurró y se señaló su nariz, perfecta, elegante, sin marca alguna. Esto va a doler un poco, oí que dijo. Luego me desmayé.
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