Viernes, 28 de noviembre de 2008 | Hoy
Por Bea Suarez
Vino el verano, no sé cómo.
Salió de por ahí chirriando como un carro, trepó la barranquita (la Barranquilla, como el caimán). Iba justo a comprarle una trampa pero no me dio tiempo y expandió soles a troche y moche.
Pidió permiso en Silos Davis, fisgoneaba la city. (En las casitas de al lado del bar, donde a veces se escuchan chamameses roncos, el verano nos vino a cazar con sus gomeras, a nosotros, los entretenidos del amor).
Había tres señoritas jóvenes, con muecas de vidrio (Pirex), hablando de chicos como quien mira a una paloma perder plumas de a una. Se escuchó una mentira.
El verano, hombre caliente el hombre, vendió el río a un tal Rubén. Ahí empezó la cosa el lunes con la temperatura.
Se hizo la escritura en una escribanía seria.
No pudimos evitarlo. Me miré al espejo y estaba más contenta ahí que en mí; percibíase todo, el verano y sus chauchas, y sus intendentes desesperados por los cortes. De luz.
Ibamos quedando raros y colorados.
En los barrios las señoras menuditas empezaron con el escuadrón de sillas blancas; que la cerveza, que la cumbia saliendo de la casa por el minicomponentes.
Hadas, señoras como hadas habitando Dorrego al seis mil, virutas de Rosario cebadas en los mates, la maraña de cortadas Marcos Paz, Isabel y Fernando el católico, en que la gente se conoce y se quiere sin medianeras.
El verano llegó hasta Pellegrini, hizo flotar las flores, el Politécnico dio notas feas, cerró las puertas; un cocinero de cantina, con el pretexto del termómetro, puso fruta con fruta, llevó todo a punto clericó, bajó hasta el cero de la avenida y el verano estaba ahí, donde prosigue el cielo.
Es una estación enloquecida en que las plantas se vuelven animales y alguna gente se siente ascendida por algo que no tiene nombre pero que da coraje de agua.
Llegó para pudrir los cadáveres del día en la basura, desparramar mariposas derechas que transforman flores a perlas, a éstas en almíbar, y así. Obligó a los parroquianos a pedir mesa afuera, a poner la siesta en una estampa, por el sol sin ozono o infinito, lo mismo es.
En Rosario aprendí el verbo ahuyentar, la frase matalo matalo, la palabra repelente y qué hacer con el despilfarro de tufo; conocí mosquitos tamaño castaña o maní (cuando engullen sangre de diverso grupo y factor hasta susurrar, hechos granada o transformados en perro).
El calor entró por boulevares, bajó Dios con un fuego reconstructor a hacer coros de moscas e inverosímiles artistas callejeros que dan felicidad con sus piecitos de miel.
Despavoridos pasan chicos rumbo al club o a las fuentes municipales, van por agua, salen plateados, se tiran a lo hondo, salpican lo nacarado de la vida, la infancia de cigüeña en la que todos nacemos de nuevo.
Pasa noviembre transparente, acurruca a la primavera y en diminutos porrones me lo estoy tomando este viernes en la vidriera de El Cairo.
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