rosario

Martes, 2 de diciembre de 2008

CONTRATAPA

El hombre que miraba

 Por Jorge Isaías

El hombre estaba sentado sobre la gramilla olorosa, con la espalda apoyada contra el tronco de un pino añoso, su cabeza cubierta por una gorra de visera a cuadros rojos y azules. Estaba con los ojos entrecerrados y visto desde cierta distancia uno podía asegurar que dormía, o que al menos dormitaba en un abandonado letargo si no fuera porque de sus labios pendía un cigarrillo encendido que iba espiralando hacia el cielo un humo brumoso y que al contacto con el aire abierto del campo se diluía sin mayor miramiento.

Ese pino viejísimo, como otros árboles de diversas especies que conformaban ese montecito que la gente del pueblo llamó siempre "Las plantitas", estaba justamente en un cruce de caminos de tierra; uno venía directamente de los hondos campos de la Colonia y el otro oficiaba de ruta ya que unía dos pueblos entre sí.

En realidad, el hombre hacía un par de horas por lo menos que estaba en esa posición, pero para quien no lo sabía se podría asegurar ﷓al verlo en una posición de abandono inicial﷓ que allí estaba desde el mismísimo principio de todos los tiempos y que de no mediar una catástrofe o el Juicio Final allí seguiría por siempre.

De pronto una lejana polvareda comenzó a irrumpir borrosamente en el horizonte, en verdad el que venía del campo, y cuando se empezó a aproximar al lugar donde el hombre estaba se pudo percibir que era una caravana de carros de cansinos caballos que trabajosamente tiraban esos vehículos, uncidos a sus varas muy largas y muy toscas, o atados por medio de tiros de cadenas enganchados a unos balancines cuya horizontalidad tensa sólo se aflojaba cuando las riendas contenían a medias el paso de esos caballos sudorosos para evitar algún pozo o al no evitarlo, justamente, producía un estrépito de cadenas, un barquinazo brusco y entonces había que detener el carro para reanudar el paso por ese camino que involuntariamente los había hecho ﷓con obstáculo﷓ detener un momento o al menos aminorar la regularidad de la marcha.

Cuando ya esa media docena de carros se fue acercando, convirtiéndose en una presencia insoslayable y actual, como ese sol que golpeaba inclemente sobre la vagarosa levedad de esa llanura con sus sembrados y sus múltiples pájaros, recién allí el hombre volvió con lentitud la cabeza hacia el ruido y el polvo, con la intención de saludar muy cortés, un saludo que evitaba el énfasis, que era una cortesía que su abandono prodigaba a ese grupo de carreros gritones que cruzaron con él una mano en alto, en el caso del hombre la mano izquierda, tocándose la gorra porque la derecha había ido al cigarrillo que humeaba su humo final.

Los carreros iban ﷓dos en cada carro, el conductor y su acompañante﷓ con las ropas cubiertas enteramente de polvo, calzaban ya sombreros, ya gorras y su indumentaria era un conjunto de blusa y pantalón de una tela resistente y barata y algunos ostentaban grandes remiendos en los codos o en las rodillas. Todos calzaban alpargatas bigotudas y sucias.

Sólo el carro que cerraba la marcha era mucho más grande que el resto, su conductor iba solo, a lo alto, conduciendo con extrema pericia los nueve caballos que flanqueaban una lanza larguísima, de duro quebracho, iba con un látigo largo y en acción permanente sobre las ancas y los lomos percudidos y oscuros y sufridos que iban con una resignación de siglos en esas testas crinudas y gachas. El conductor vestía una blusa y un pantalón de brin gris, sus alpargatas eran blancas y su gorra de un cuero tan viejo que a fuer de marrón en su tiempo, los años lo habían arratonado hasta el descuidado abandono.

Todos los carros llevaban bolsas de trigo que seguramente un chacarero o tal vez varios tendrían vendida la cosecha a alguna de las cerealeras del pueblo que estaba torciendo un poco hacia el Este.

Si uno se paraba sobre algún poste de los alambrados podría divisar el caserío muy disperso que aguardaba como una iguana la bravura de la enceguecedora luz del sol.

Esto, porque los yuyos estaban muy altos y los campos aledaños aún no estaban todos cosechados, porque de lo contrario, con sólo pararse en el camino, en el mero cruce, digamos, podría ver las primeras casas adormecidas de las afueras, con sus árboles y sus gallinas o tal vez si mirara con atención divisara algún caballo suelto o un perro.

Si lo hubieran mirado con atención al hombre, que hace rato está inmóvil, con el solo gesto mínimo de chupar el cigarrillo, con su actitud excluyente de echar el humo que se deshace muy pronto en el aire, podríamos haber observado que no está solo, que no lejos de allí andan un par de perros ocupados, corriendo cuises y hurones y cuando la caravana de carros pasa justo frente a él con su estrépito de cadenas y de ejes mal engrasados y el roce de los arneses de los caballos contra las maderas de los carros y el ruido que éstos hacen con sus vasos sobre la tierra apisonada del camino, llama la atención de los perros que salen de los matorrales y la emprenden a los ladridos, llenos de furia y en forma sostenida se meten bajo las ruedas y tratan de morder los garrones a los caballos hasta que se enfrentan con los perros que traen los carreros. Entre ellos y la actitud decidida de los conductores con sus látigos logran ponerlos en fuga, los persuaden de que no es buen negocio para ellos "garronear" a los caballos que al fin de cuentas están trabajando y logran por fin disuadirlos y huyen hasta el hombre que está en ese momento, encendiendo un nuevo cigarrillo en un gesto impotente para elevar ese humo hasta las nubes, porque no pasarán sino minutos para que el aire se apropie de él y lo deshaga en un instante.

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