Domingo, 21 de diciembre de 2008 | Hoy
Por Miguel Roig*
Llegué a Copenhague, convocado por un trabajo, hace unas semanas. En el par de días libres que me quedaron me lancé a vagar por las calles, cansado, después de varias jornadas con reuniones maratónicas que me tuvieron secuestrado en unas oficinas desde cuyas ventanas sólo se veía caer, todo el tiempo, la fina lluvia sobre los tejados.
Copenhague guarda todo el encanto de una ciudad renacentista ataviada y alimentada por un puerto poderoso. Las calles estrechas, sembradas de edificios con ladrillos vistos, contrastan con los grandes jardines y parques cuyas plantas se hinchan con el aire acuático que flota de manera permanente. Si por alguna razón uno debe darse prisa, el esfuerzo puede ser inhumano ya que en mi caso a la pereza habitual se le suma el lento hacer de los daneses que se desplazan por la vida con la misma elegancia, naturalidad y lentitud que un coro de cisnes en un espejo de agua. Salvo en la Filmoteca Nacional, un centro cultural de gran vuelo con múltiples salas, videoteca, biblioteca, bares y un par de restaurantes, convertido en punto de encuentro en el cual la gente se amontona en todos sus espacios y la atmósfera bulle a toda hora, la calma fue el denominador común de mis caminatas: viejas iglesias, alguna librería y muchas tabernas antiguas donde bebí cerveza y sin darme cuenta hice balance de vida.
En la víspera de mi regreso, sin rumbo fijo, sorteando calles y atravesando jardines, aparecí en el puerto y me topé con la célebre Sirenita, símbolo de la ciudad y a la que más de un amigo me había recomendado ver. La verdad, yo me había olvidado completamente de ella y de haberla recordado, no creo que hubiera apurado mi paso para verla: la única referencia histórica suya que tenía era su reproducción en la tapa de la lata de unas galletas danesas de manteca que se venden en las tiendas de los aeropuertos o en los delicatessen.
Allí, sobre una roca separada de la orilla, la Sirenita estaba sentada con la cabeza levemente inclinada hacia abajo y la mirada perdida en el horizonte, donde la piel del mar se confunde con la luz del cielo. Fue el sitio donde más turistas encontré. Haciendo equilibrio, ya que el descenso desde la calle hasta la orilla vecina a la roca donde reposa la Sirenita se resuelve con un declive abrupto, todos querían tener un retrato con ella. Me quedé merodeando el lugar, a la espera de que un autobús se llevara a los visitantes y cuando sólo quedábamos unos pocos me senté sobre la pequeña explanada, frente al mar, mirándola, sin saber muy bien que estaba observando. Algo me atrajo en esa estatua y me inquietó que al considerarla, a simple vista, como un objeto de cierta vulgaridad, cuyo culto se ha hecho a golpe de tiempo, con el fervor del ayuntamiento y de la devoción maníaca de los turistas por llevarse un icono, sea cual sea, que de fe de su paso por el lugar y que perdure de manera artificial la experiencia, me atrajera y fuera incapaz de explicarlo. Pero ahí estaba yo, sumido en el lánguido cuerpo de la Sirenita, yéndome con ella, a través de su mirada, al sitio donde se pierde el rumbo y se impone la deriva.
Cuando la llovizna hubo empapado totalmente mi pelo y algunas gotas comenzaban a rodar por el cuello, retomé la marcha. Poco a poco fui regresando hasta el casco antiguo, a internarme por las calles estrechas a medida que la oscuridad disolvía la tarde. La casualidad hizo que me volviera a topar con un bar en el que había estado la noche anterior, el Windsor. Nada tenía que ver con las viejas tabernas acogedoras de la ciudad, pródigas en madera y parroquianos afables. El Windsor me recordó al viejo Junior de la calle Mitre en Rosario. Un espacio con toques pop, lámparas de metacrilato con luz difusa, una vieja jukebox que no funcionaba, pocas mesas ocupadas por parejas o solitarios, como yo, una barra, al fondo, a la que había que dirigirse para buscar la bebida y un gran escaparate a través de cuyo cristal nos llegaba el resplandor rojo del neón que en la calle identificaba el bar. Creo que lo mejor era el neón, porque el sitio era francamente desagradable, pero tenía el atractivo de un no lugar, de un purgatorio portátil donde uno puede tomar una copa mientras hace tránsito antes de desplazarse a otro infierno.
Entre sorbo y sorbo de cerveza, pensaba en la Sirenita y, de repente, mi obsesión encontró una imagen recurrente: la de Ulises camino a Itaca. Pensé, entonces, que la tristeza de aquella mirada perdida era la de alguien que vio ante sus ojos algo muy importante para sí y, lamentablemente, nunca más lo ha vuelto a ver. Y espera. Me vino a la cabeza el Gran Gatsby, esperando desde la otra orilla, también el impresentable Godot e, inesperadamente, Trotsky. Me acordé de la utilidad que Trotsky le saca a la nada, al tiempo muerto, al de la espera, la espera de la revolución, claro; a aquello que se puede hacer mientras no se puede hacer nada. Y a modo de inventario empecé a rescatar algunas esperas cuya cicatriz aún soy capaz de ver cuando entorno la memoria.
Recordé, de pequeño, cuando esperaba la llegada de mi padre a casa después de una jornada de trabajo pero en realidad mientras le aguardaba, creo, anhelaba mi partida ya que imagina su travesía del día por las calles del centro, la tarde en el despacho, el café con sus amigos y yo ansiaba eso, alcanzar la calle, crecer, partir: era mi pequeña revolución. Recordé, también, al adolescente que fui en la esquina del Boulevard Avellaneda y la calle Junín, esperando a quien fue mi primera novia. ¿Vendrá?, pensaba. Siempre venía pero la fantasía que alimentaba la impericia y el desasosiego de ese amor nuevo en la vida, congelaba el tiempo sin que pudiera hacer, literalmente, nada y hacía eterna la espera que solo se resolvía con alivio al verla girar la esquina. Aquí habría que confesar que la experiencia sólo ha modificado las circunstancias: puede que esta sea la única espera en la que no se puede hacer nada; sólo consumarla evitando consumirse en ella. Y me acordé de otra espera sin nada de lirismo: la carta para incorporarme a las filas, durante la guerra de Malvinas y su contracara, la espera del pasaporte en las dependencias de la Policía Federal, en Buenos Aires, para poder salir del país o mejor, entrar en otro en el caso de que aquella carta, que nunca llegó, finalmente llegara.
La noche había caído sobre Copenhague y yo, queriendo buscar otra vía de escape, intenté comenzar la última novela de John Le Carré que había comprado esa tarde, A most wanted man. La turbia iluminación del Windsor me hizo abandonar ese propósito y cuando cerré el libro pensé que ese ámbito, ese bar anónimo en una pequeña calle, oculta detrás de un canal, en una ciudad nórdica, era el escenario adecuado para que entrara el agente Smiley, por ejemplo, y, después de reconocerme, se sentara en mi mesa para darme instrucciones: encuentro de espías. Pedí otra cerveza y pensé que Smiley no venía a dar ninguna orden: se acercaba a contarme un reporte: las esperas que uno ya no ve, los anhelos latentes que aún nos aguardan bajo la piel y que se pierden de vista mientras matamos distraídamente el tiempo (Smiley es un lector de los románticos alemanes).
El primer hombre que habitó la tierra, contó Smiley, al terminar su primer día en el planeta vio como poco a poco la luz del sol se iba extinguiendo según avanzaba el crepúsculo. Cuando la oscuridad fue total, se sentó sobre una piedra y, al igual que la Sirenita, se quedó mirando el punto donde minutos atrás divisaba la línea del horizonte. La angustia comenzó a corroerlo: pensó que nunca más vería el sol. Según avanzaba la noche, el frío lo fue abrazando y la angustia devino en tristeza y, finalmente, en una melancolía resignada por el paraíso perdido. Pero de repente, cuando ya no lo esperaba, amaneció. No se dio cuenta, mientras aguardaba en medio de la noche que el frío era moderado, que el mundo que conoció esa jornada por vez primera no podría sobrevivir sin luz y calor. Simplemente no vio, que el sol, a su vez, también le esperaba a él porque él es una de sus razones para no apagarse de una vez y por siempre.
Alguien te aguarda, dijo Smiley antes de irse: no le hagas esperar.
El jueves es Navidad. Jamás pensé que escribiría un cuento de Navidad, tan lejana para mí. Pero aquí está (o me lo parece). A lo mejor, sin saberlo, estuve toda la vida esperando este momento para hacerlo. Feliz Navidad, entonces.
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