Jueves, 5 de enero de 2006 | Hoy
Por Jorge Isaías
De aquellos tiempos quiero escribir aquí. De los altos cielos que enhebraban esa lasitud del aire donde rondaban bandadas de golondrinas de un volar errático, que después de un rato, se orientaban todas hacia el mismo lado. Nosotros sabíamos que estaban buscando el mar.
Pero también sabíamos que aquel señor llamado Otoño, que nunca veíamos, iría deshojando uno a uno todos los árboles y pintando todo de un ocre ceniciento, en especial los numerosos plátanos que rodeaban el alto Veredón donde pasearon los novios el Verano último. Así llamábamos a esa vereda de ladrillos duros, bien cocidos que seguían fielmente el perímetro donde estaba el terreno del ferrocarril, con su estación de líneas estrictamente inglesa, ese inmenso terreno donde abrevaban agua las locomotoras, hacían maniobras los cargueros y estaban los numerosos galpones para almacenar cereal, que se iría lejos por esas mismas vías, camino al puerto de Rosario y de allí al mundo.
Más arriba escribí que aquellos tiempos eran altos y ahora pienso que tal vez sólo lo eran en nuestra imaginación que ahora aviva la memoria, porque el pueblo era pequeño, las exigencias de su vida eran demasiado modestas, pero nuestra ilusión demasiado grande para que tan pocas casas la contuvieran, para que fueran un freno esas calles polvorientas, que sólo hollaban su aire las mariposas y los carros hundiendo sus ruedas en las calles barrosas de los temporales.
El pueblo duraba menos que un galope y hoy se recorre en veinte minutos de bicicleta, es decir si se da un rodeo por las últimas calles y lo digo más como orgullo que una dificultad o un oprobio.
El Verano era el tiempo de las "calesitas" como le llamábamos a los parques de diversiones. Venían inevitablemente después de las sandías de Juan Ugolini por esas calles que lo esperaban año a año para abrir formalmente el Verano. Porque el Verano nunca ocurría si él, con su carrito repleto de sandías y caballejo flaco, no atravesaban con esa exquisita dulzura, esa poquedad del pueblo que antes sólo aguantaba el cielo y ahora mi recuerdo.
El invierno era muy duro, con sus heladas y sus vientos y sus temporales llenos de lodo persistente. Pero también traía el fútbol y a veces la visita de los circos. La llegada de esos artistas trashumantes conmocionaba todo el pueblo y toda la colonia. Ahora no lo recuerdo, pero mientras estaba tendrían funciones diarias, lo que sí interesa en ese inmenso párpado donde se esconde mi memoria es esa hilera de sulkies y caballos y algún que otro Chevrolet o Ford llenos de polvo, modelos del cuarenta o poco más.
En ese tiempo la soja era tan lejana como la luna o más lejana todavía. Nadie sabía de su existencia. Se sembraba maíz, trigo, girasol, lino o cebada.
Pero volviendo al circo, recuerdo a don Gaetano Galo, que no se perdía ocasión de sentarse en primera fila, sin sacarse el sombrero, con su entera familia casi toda fronteriza. Allí estaba el ilustre siciliano, compadre de mi abuelo y vecino de su chacra, con su mujer, doña Palmira, su hija Herminia y sus hijos José, Angelo y Miguelito. Miguelito, el menor, era bastante torpe. Los domingos se trajeaba, ensillaba un caballo manso y venía hasta alguno de los clubes del pueblo, quedándose horas en la vereda, con su sombrero orgulloso, sombrero que ya casi nadie usaba, sólo los hombres muy mayores, y aguantaba con una risa entre tímida y recelosa nuestras pullas de infantes. Hasta hoy no supe por qué no decidía trasponer esas inmensas puertas aunque sea para tomarse un café. Supongo que esa atroz timidez muy cerril no se lo permitiría. Luego montaba en su caballo y ponía rumbo hacia la chacra.
La familia Galo sólo ha dejado un recuerdo amable en el pueblo, ya que eran grandes trabajadores, apegados a la tierra como esos postes que plantaban para tender los alambrados.
De los circos recuerdo uno de gitanos que estuvo un tiempo largo al lado de la cancha de Huracán, pero el lugar que siempre ocupaban era un terreno vecino a la escuela Fiscal, donde hoy hay una cortada que bautizaron Gil Ferreira Sosa, ya que fue el primer hacendado que se radicó en la zona, muy cercano a la colonia Hansen.
Recuerdo a uno de los circos que estuvo allí un tiempo y lo recuerdo por una circunstancia muy especial que paso a relatar, porque me queda como un episodio iniciático de mi infancia, la ilusión de niño que el mundo de los grandes pronto empezó a demoler.
Un domingo a la tarde fuimos hasta allí con mi amigo de entonces, Juancito Alderete acompañados por un primo suyo 4 ó 5 años mayor que nosotros que no pasaríamos de 10 años. El primo de marras era de otro pueblo y estaba de visita en la casa de Clavito, tal el sobrenombre de mi amigo, y era un poco condescendiente en su trato con nosotros, se sentiría muy superior y nosotros lo mirábamos con la unción con que se mira a un ídolo. Fumaba, tenía pantalones largos -seña de los tiempos que la niñez ya era recuerdo- hablaba con un dejo de suficiencia que a nosotros nos fascinaba.
Todo transcurrió con normalidad: nos reímos con los payasos, aplaudimos a una foca amaestrada que jugaba con una pelota y se tiraba en una pileta con agua, un caballito pequeño saltaba una valla al grito y latigazo de un hombre que tenía un saco rojo y una galera negra y gastaba pantalones de un amarillo chillón.
Pero el último número fue el que más me llamó la atención, el de la trapecista. Apareció envuelta en una capa roja con un forro blanco, hizo un saludo exagerado hacia las gradas donde estábamos nosotros expectantes y cuando se quitó la capa que la cubría descubrió un cuerpo que a mí me pareció maravilloso, tenía una malla ajustada, con las piernas blanquísimas. Era la primera vez que veía los muslos desnudos de una mujer y algo se me atravesó en la garganta, algo que ahora supongo habrá sido un deseo oscuro y vergonzante, algo desconocido, algo que con los años iría apareciendo cada vez más en presencia de una mujer
Se subió con naturalidad y profesionalismo a un trapecio que se fue elevando de a poco y comenzó su labor, que no vi, porque yo fascinado sólo le miraba las piernas.
Cuando nos íbamos ya anochecía. Mientras cruzábamos las vías yo comenté con entusiasmo la belleza de esas piernas con las cuales soñé por la noche.
El primo de mi amigo sin dejarme seguir y mientras pitaba un cigarrillo cuyo humo ascendía entre los yuyales del terreno del ferrocarril, me espetó :
-Sí, pero están manoseadas...
Yo intuí algo oprobioso en sus palabras, algo secretamente oscuro, mucho de un machismo resentido que luego en la vida oiría muchas veces en los juicios sobre mujeres, pero esa fue la primera vez y me dolió mucho.
Por supuesto, callé. Y ahora que lo traigo al recuerdo quiero salvar aquella primera ilusión ante mi admiración por la belleza de una mujer sin que yo en aquel tiempo lo supiera muy bien y que ese día el primo de "Clavito" truncó como muchas otras veces en mi vida por culpa de un adolescente resentido que ignoró mi sueño de esa tarde inolvidable y no trepidó en destruirlo todo con su comentario.
Para vengarme tal vez de él, a quien nunca más vi, es que digo a ustedes que esa noche lejana la bella trapecista actuó solamente para mí, tal como esa noche lo sentí en el más blando y dulce sueño que tuve por entonces.
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