Martes, 6 de enero de 2009 | Hoy
Por Jorge Isaias
Los innumerables factores que se asocian para contribuir a una digna victoria futbolística no tienen posibilidad de ser racionalizados. Ni previstos. Los factores en principio son tres: climatológicos, anímicos y de mero azar.
Es como estar con los ojos vendados tratando de dar en el blanco con una flecha torcida. Todo intento fracasará si uno no se abandona al devenir incierto del destino, al fluir errático de un río que no vuelve.
Luego entra a tallar la calidad en el juego, la historia del equipo del club en todo caso y las ganas de ganar, guapeando cuando decae la técnica o la habilidad no es suficiente.
No estoy apelando de ningún modo a la violencia, se entiende. Me refiero a cierta actitud mental que convenza al rival de que uno es superior, que éste partido precisamente deberá contar con un vencedor seguro, el equipo en el que estamos jugando. Que el juez debió darnos ya el triunfo aunque falten diez minutos, que esa diferencia de un par de goles no es representativa de la realidad, que la escamotea. que no lo hace verosímil. Uno con la presencia que lo hace superior de nacimiento no tiene en cuenta que debería haber hecho cuatro goles más para que sepan quien es superior. Pero, somos buenos, y no nos gusta humillar al adversario. Somos caballeros.
Cuando esa tarde entramos a la cancha nuestro capitán el Nenucho Faravelli nos había alertado sobre la posibilidad remota de poder controlar el azar.
Como el día estaba espléndido, digo por supuesto que nuestro ánimo era óptimo, sólo nos quedaba conjurar al miserable azar, que para siempre parecía haberse aposentado entre nosotros, para que la suerte siempre se nos diera contra. En ese campeonato, los travesaños y los palos laterales parecían formar parte de las defensas contrarias. Tantas veces se había interpuesto entre el grito ahogado de nuestras gargantas y esa pelota que no quiere besar la red.
Nenucho no había estado enfático. Nunca lo estaba. Era en ese tiempo un muchacho tranquilo y previsible. Muy respetuoso y correcto. Si hasta se casó con su novia de la primaria, la hermosa rubiecita que se llamaba (y se llama), María Angela Nicoletti, la popular Maiaia.
Pero aquí quiero rescatar ese momento en que Nenucho nos incitó suavemente a la aspiración de la gloria.
Sólo nos preguntó, como quien no quiere la cosa, si a nosotros nos interesaba entrar por la puerta grande del club y sumar la hazaña de ganar ese día, que jugábamos con los punteros de la tabla, uno de los equipos de Chañar Ladeado. Creo que era Chañarense, eso nos preguntó. Con esa media voz que nunca levantaba, ni cuando la ira lo ganaba.
La verdad es que nos tocó el amor propio, ya que nosotros no hacíamos esa ecuación surrealista que él sostenía.
Buen tiempo igual buen ánimo, menos azar igual éxito.
Nosotros éramos espantosamente realistas. Sabíamos que ese equipo nos iba a pasar por encima, como efectivamente sucedió.
Aunque aquí el azar se dio vuelta en el segundo tiempo. El primero fue para olvidar: tiros nuestros en los palos.
Un gol que nos anularon cuando el Tatú García, un petiso que jugaba de nueve y no le hacía un gol ni a la mamá en el día de la madre, aprovechó una distracción de la defensa, le robó una pelota al cinco de ellos y pateó con tanta suerte que al arquero, que le había atajado, se le escapó, oportunidad que Tatú aprovechó y la tocó suave y la arrimó al fondo de la red. Gol. No lo podíamos creer. Uno a cero. Nuestro arquerito, el inefable Roberto Vega, se tiraba de palo a palo, salía con las rodillas y los botines y los puños casi hasta el extremo de la expulsión, pero milagrosamente mantenía la valla invicta ese día.
La verdad sea dicha, nos baquetearon lindo, corrimos una coneja interesante pero siempre mantuvimos el honor a salvo, aunque sin saber todavía si entraríamos en el libro de las glorias del club. Hasta allí no estábamos muy seguros de que así fuera.
Para colmo en esos tiempos no se permitían los cambios. Llegamos extenuados al final del primer tiempo.
El fidelísimo Tata Barco, nuestro utilero de siempre, entró al vestuario a darnos ánimo. Nos habló de garra, de esfuerzo, del color sangre de nuestra camiseta.
Yo no dije nada, pero para mí temía que al nueve de ellos ya no lo podría parar más salvo que lo colgara de una patada a un árbol de la orilla de la cancha.
Yo no dije nada, me limité a comer una gran naranja de ombligo que mi viejo luego de arrancada de la planta ponía en mi bolso, domingo a domingo.
Me levanté del suelo donde me había sentado, tiré la cáscara de la naranja a un tacho de lata que juntaba desperdicios, me enjuagué las manos y me mojé la cara. Lo miré a Nenucho, que ya no hablaba como en el inicio del partido. Estaba como si hubiera perdido el habla. No dijo en ningún momento "esta boca es mía", siquiera. Ni qué decir que nos empataron apenas comenzando el segundo tiempo.
Yo creí que estábamos perdidos pero como dije antes, la suerte nos acompañó más aún, porque si bien tiraron al arco dos de cada tres pelotas que consiguieron, ese día muestro arquerito estaba inspirado. El trámite estaba enredado, ellos tenían su orgullo y no se iban a dejar empatar por un equipito humilde como el nuestro.
Así las cosas el partido llego a sus instancias finales, y cuando nosotros nos dábamos por demás de satisfechos con el empate ocurrió el milagro, que como todo milagro que se precie siempre es inesperado.
Hubo una situación confusa fuera del área de ellos, uno de los nuestros fue derribado fieramente y, al réferi no le quedó más remedio que cobrar. Tocó el pito tan suave que nosotros en la otra punta ni lo oímos.
El encargado de ejecutar el tiro libre fue el Toto Míguez que no tomó carrera, le pegó con el empeine, abajo. La pelota hizo una especie de curva, buscando la altura, pasó sobre la barrera, enfiló hacia el ángulo derecho, lejos del alcance del arquero. Iba como en cámara lenta, hasta que nuestros ojos azorados vieron lo que no podría creerse cierto: que la pelota al fin entrara en ese arco esquivo.
Antes que las gargantas gritaran hacia el gol nosotros tardamos unos segundos en comprender que esa alegría era sólo nuestra y para siempre.
Que honradamente nos la habíamos ganado y como se decía antes "en buena ley".
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