Lunes, 19 de enero de 2009 | Hoy
Por Sonia Catela
Me marcan con redondeles asimétricos; rodean con el alambre azul de la tinta las fuerzas que el enemigo ha desplegado sobre mi carne. Quienes me dibujan van a ametrallarle cada posición ganada. Si pueden. El médico me ausculta y sentencia: "Mañana a las siete", y ordena a la enfermera que quite el mapa que ha superpuesto a mi piel. A pura goma con filo, me borrarán de pies a cabeza.
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Estos lunares, estos escarabajos han migrado; caminaron y cavaron buscando su cueva hasta hallarla. En mi cuerpo.
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Los cerco uno por uno. Cuando llega Pablo, me encuentra con un plano astral sobre mi desnudez. Constelaciones y coordenadas. "Vaya belleza. Un Leonardo", se ríe. "¡Pero qué cantidad!", al examinar los animalitos. Giro ante él como un maniquí vivo. Enseguida, acaricia el diseño que soy, ese dibujo tridimensional. "Quieren matarlos, mañana a las siete" anuncio. Pablo marchita su cabeza, clava dientes sobre alguna palabra, la despedaza y retiene. Inclinado sobre mis rebaños, los besa sin descuidar uno. Para calmarlos. Pero ¿acaso le responderán? No son domésticos... "¿Me tatuás, Pablo?". "¿Cómo?".
Le pido que me grabe púas alrededor de cada fruto vivo de mi piel, para que no se muevan. Inmóviles, morirán.
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Con sus colmillos para morder, desgarrar, que se queden donde están. Pero disponen de una vía de escape, de todos modos, si es que aciertan a dar con ella. Pueden huir metiéndose hondo, hacia dentro, abajo. Enterrándose, enterrándome. Que no la descubran.
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-Pero en el sanatorio ¿Qué te diagnosticaron exactamente?
-Malignos. Sin apelaciones.
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Según los médicos, estos frutos venenosos y animados de mi piel, se proponen comerme a tarascones.
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"¿Y ahora qué hacemos, Diana?" Pablo ya ha hundido sus agujas, sus tintas azules, sus diminutas empalizadas alrededor de las antenas, patas y aguijones de mis vaquitas de San Andrés. Me vuelvo un arabesco. "Quisiera que me expongas en la vidriera de tu local, junto a las proyecciones de tus obras, Pablo". "Como mi creación maestra", se ufana, "cuándo". "Mañana a las siete", estipulo, "en vivo". Se entristece. A besos nos enchastramos, lampazos húmedos. Pero sin embargo, nuestros besos pegan miedo.
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"¿Estás segura que mañana a las siete? ¿Segura?"
Hace seis horas que trabajamos marcando mis reses. Queremos descansar, yacer fatigándonos la carne. Pero antes Pablo me asegura con un ancla hacia adelante, hacia después, me ata a la semana próxima, el mes que viene, me amarra a él con nudos: "voy a fotografiarte, organizaremos un catálogo, una muestra". "Para diciembre o marzo; enero es muerto", sigue. Y nos observa, juntos, allá lejos en el tiempo.
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Controlo mis escarabajos. Si saltan sus cercos van a copular y reproducirse. Son hermosos. Malignos.
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Pasamos la noche bebiendo y cortejándonos, como si fuésemos nuevos. Pablo y yo afinamos planes sobre la exposición, armamos diseños, programamos álbumes, entrevistas. Simultáneamente él se obsesiona en un conteo de mis lunares. Cada vez rectifica sus cifras. 201, 205, 209. Siempre se destacó por contar demasiado bien, este hombre. Lo convenzo para que desista de su sucesión de exactitudes sin escapatoria.
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Pero a las siete no puedo quitarme el vestido y exponerme. En el local de Pablo, a persiana baja, cuelga un letrero: "Te esperan en el sanatorio. Andá Diana. Te lo suplico". Me acurruco en el umbral. Imagino otra táctica. Me desnudo.
Al mediodía Pablo pasa a buscarme por la seccional 18.
Gimoteamos abrazados. Nos vemos entrando en un embudo con una sola salida.
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El teléfono suena sin parar. No puedo desembarazarme de las huestes purificadoras. Se les acaba de escapar un cuerpo con peste en esta ciudad cuya cuadrícula les facilita las redadas con las que cazarlo. "Hablamos de la Clínica Parque. Usted no se ha presentado para... se le ha trasladado el turno quirúrgico al día... debe acudir... los honorarios pendientes..." El galeote que les mueve los remos de su presupuesto no cuenta con túneles por donde fugarse. Eso creen. Cuando me comunico con el doctor Lamas para que cese con todo este fastidio, devuelve mi rechazo con un plazo que no pedí y que expulso apenas lo oigo. "Usted podrá durar... le calculo tres meses a lo sumo", dice. Y como siempre, anuda la ira con el moño de un "usted sabrá lo que hace".
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"Estás para chaleco de fuerza", diagnostica Pablo ante mi actitud.
Es que dije: "Mientras tanta gente admire a mis escarabajos, tras la vidriera de tu local, ellos estarán absorbidos en exhibirse y se mostrarán dóciles. ¿Quién se resiste al aplauso?".
"Loca" diagnostica.
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Ya no los acaricia. Los palpa visualmente con recelo. Suspende toda manualidad sobre ellos. Guía su mano a los pocos lugares de mis epidermis libres de bichos en crecimiento. Los labios, el cuello dejan de ser territorio de sus besos.
Le teme a mi fauna. A que alguno salga de su jaula, salte y lo ataque.
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"Tenemos que levantar la exposición", se apresura, "la gente te mira y se aleja, pierdo clientela". Decreta que mi fealdad lo contagia profesionalmente, "como vos digás", acepto.
Se espacia, viaja.
Clausura definitivamente sus visitas a mi zoológico.
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Si al menos ellos emitieran una palabra. La mentira de un consuelo. Como las mujeres que les hablan a las plantas o sus mascotas, yo charlo a mis animalitos.
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El 5 de noviembre disco un número telefónico. No el de Pablo. "Doctor Lamas, soy Diana. Pasaron los tres meses, en realidad cuatro, y no me morí. Se equivocó, doctor".
"Te merecés el sufrimiento que te espera" contesta con amabilidad el médico y me cuelga.
Me doy permiso. Los bautizo a ellos, los sumerjo en la correntada salada que salta de su vertiente, en mis ojos.
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Viajo. Me olvido del tiempo. Pero un reloj impreciso me avisa inexorablemente: otro mes. Y disco el mismo número telefónico y dejo el mensaje de que todavía respiro, doctor, en el contestador automático, me encuentre donde me encuentre.
Hasta que pueda.
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