CONTRATAPA
› Por Federico Tinivella
Después de intentar afeitarme con una hoja gastada la cara quedó caliente y dolida. Salí a la calle con esa cara hirviente y colorada parecida a una cebolla morada. No lloraba, solo trataba de esconderme de algún posible rostro conocido que me dijera algo, que se asustara. Entonces me lancé de panza, sin trampolín, sobre las calles interiores del barrio y empecé a descubrir casas que nunca había registrado. Cada nuevo jardín era un deleite y a la vez un mapa para acercarse a las rutas de cada familia. Las plantas, los adornos, los juegos de los niños, me animaban a descifrar probables gustos y costumbres. Del jardín zen pasaba al barroco y del minimal al animal print con sólo dar unos pasos.
La estrategia para eludir rostros conocidos estaba dando sus frutos, no solo me escabullía inteligentemente ocultando mi rostro manchado, sino que además se me abría un mundo nuevo, nunca atravesado. De las postales de jardines, de esas cartas de presentación, de ese logo de familia, pasé sin pausa a la explosión de la avenida y su vertiginoso acento de yegua encaprichada, su ácido carnaval de bocinas.
El rojo de la cara cede en el viento frío de la mañana y ya en lo del oriental acomodo mansamente latas y paquetes para armar el cóctel de la semana. De los estantes de las gaseosas se escapa ahora un vestido que lleva jardines tatuados y un cuerpo que tiene olor a tierra. Llegamos juntos a pagar y sólo me mira con la espalda, con la textura de los hombros y la gracia de un cabello desprolijo. Intercambia lenguas con el oriental y entra en el contraluz como una bailarina saliendo a escena.
Después de pagar corro hacia la esquina, para separar del ronroneo de los bondis la caricia de unas piernas que inventaban melodías. Sin embargo, la avenida deglute en la velocidad de los carros el manso deambular de las princesas. Será después.
Los orientales regaron en la zona cantidad de supermercados. Siempre hay un sol en el cartel pero nunca en sus caras pálidas, en sus cuerpos diminutos y ágiles. Hablan rápido y están aprendiendo de a poco a comunicarse con nosotros, sí, sí, cambio, cambio, moneda, dicen y a uno no le queda más remedio que enternecerse. De todas formas, los orientales de los súper son grises, tienen la mirada extraviada, muy distintos a los que han puesto rotiserías vegetarianas, a estos últimos los encuentro más dóciles y amables. Mientras me sumergía en estúpidas especulaciones y tipificaciones advertí que me dirigía hacia el súper. Por ese nuevo camino tejido gracias a un rostro en llamas, mi cuerpo me sacaba de paseo nuevamente por los jardines del barrio, por arterias interiores donde hallé algunos indicios para desnudar a mis vecinos. Mi cuerpo se sometía al embrujo de un vestido, flotaba somnoliento en aromas dulzones regados por jazmines que caían como tetas sobre las veredas húmedas. Un cuerpo esponja en el balde del domingo, camalote, pajita en la zanja. En definitiva, me dirigía sin pensarlo al súper otra vez, sabía que era preferible comprar los enlatados y empaquetados, algún vinito de oferta. Pero si había comprado ayer, de todas formas seguía caminando y al mirar el reloj, uno nuevo con colores que me regalaron para mi cumpleaños, me di cuenta que volvía al súper a la misma hora que ayer, las 19:30. Lo recordaba porque a esa hora había terminado el partido de Del Potro y yo me había quedado sin aceitunas negras y pensé, ya que está hago una compra grande, cuánto hace que no hago una compra como la gente. Pero hoy no necesitaba nada, ya estaba lleno, completo. La alacena, como nunca, rebalsaba, su pancita, tantas veces desolada, agradecida ahora, regalada de paquetes y latas, arvejas, granos de choclo, porotos, fideos, salsas. Pero al día de hoy no le faltaban latas, le faltaba una imagen, la de un vestido poblado de jardines escapando del estante de las gaseosas.
El oriental me miró raro al entrar y claro si me veía una vez al mes y ahora en dos días pegados. Registré todo el establecimiento, de la panadería a la fiambrería y del sector perfumería al de los lácteos, miraba detrás de los carritos, en el rincón de limpieza, pero nada. No había venido a esta hora como yo a ver si me encontraba, ella no había registrado una imagen, no había guardado una foto mía en el súper como yo sí de ella. Su cuerpo a ella no la había traído hasta al súper, empujada como una esclava de un instante del día anterior que le impedía desenvolverse libremente ante semejante atropello del cuerpo. Y claro, si yo no tengo vestido pensé, que va a ver detrás del estante, pensé que tal vez no hubiera sido mala idea comprar en Brasil esos pantalones que venden en la playa, son anchos, cómodos, pero muy llamativos. Si hubiera tenido uno de esos tal vez sí ella hubiera registrado una instantánea mía, yo al salir del estante de las gaseosas con colores indonesios cubriéndome. Pero no, ayer tenía un short marrón oscuro. Era eso. Me acerqué a la caja con dos latas de picadillo, como para disimular. El oriental me miró sonriendo esta vez, mientras me ofrecía un masticable por la monedita de cinco.
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