Miércoles, 27 de mayo de 2009 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Qué eran para nosotros los putos más que una esencia de lavanda, el perfume de lo extraño, un "algo" que los representaba y los corporizaba, pero más allá de esto, ajeno, umbrío, indescifrable, no representaban una amenaza. No eran el fuego fatuo ni lo monstruoso. Los dejábamos hacer, ir, venir; comentábamos por lo bajo sus quehaceres que imaginábamos como sketchs cómicos y desde la altura de chicos como éramos, solo eso conjeturábamos de ellos: eran seres como nacidos con dos cabezas o una seria disfunción que los hacia diferentes de nosotros, hombrecitos. Contenían la misma incógnita que una sirena o un fauno que un dragón o un mago. Nos resultaban atractivos, mas ninguno se atrevería a tocar a sus arcones; pero nos gustaba que estuvieran andando sus lunares cansancios seculares por los mismos caminos que los nuestros. Por eso les perdonábamos lo que llamábamos sus desvíos. Visto de este modo, no constituía nada malo: por el contrario, los adultos, fieras serviles de la cultura sanguinaria los denostaban, afeaban sus figuras y en ello, secretamente veíamos algo peor, más oscuro y de verdad temible mucho más que la anormalidad cordial por nosotros detectada en ellos, los putos. Era algo más sucio lo de los adultos; era maldad, era veneno, era infortunio y un exceso de asco exorbitante en sus decires de masticar manices y escupir por el costado los nombres apestados junto a algún gargajo de cigarro, mientras se caldeaban groseramente en el salón de billares con sudores agrios, lejos de los delicados andares que tenían ellos, los putos. Sólo eso nos molestaba un poco: sus meneos, como de culitos cerrados, su orgullo de señoritas sin serlo y claro, la perturbación a una edad da risa. Era algo patético para nosotros pero nunca horrible. Los que conocíamos resultaron amables y por más que nos advertieran de sus mugrosas garras y lo que decían solían hacer con niños como nosotros, ninguno se propasó vez alguna y resultaron, por el contrario, eficientes, amables, sonrientes y fundamentalmente, en esta galaxia de machos cabríos bestiunes, buenas personas. Lo eran el cura, el de la mercería, Vincent el más famoso por su condición de artista y un mocito en edad de jugar a las barbaridades nuestras pero que se reservaba púdico tras el mostrador de una casa de fotografía y se acomodaba el pelo lacio en un mohín de niña. Ahí terminaba nuestra apreciación. Repito, los tomábamos seriamente como a seres singulares y los respetábamos por ello: tendrían algo distino para enseñar, al contrario que las hastiadas moles milenarias que barruntaban vegetando, diciendo asquerosidades, pedorreándose en medio del humo de los Avantis y los Cliftons. Ocurrió una noche, una de esas con lobos aulladores, cuando apenas son las seis y el mundo se derrumba muerto de frío en un abismo de bocanada y donde la luz artificial que tarda en llegar, propone un sitio abisal, ideal para la emboscada, el amor y la muerte. Eran cuatro o cinco. Mayores, como de dieciocho. Estaban en la esquina fumando y vieron venir a Vincent, con su bici verde inglesa, sus apuntes a carbonilla en la retaguardia, elegante y derecho en su andar. Vimos todo. Cómo se parapetaron, cómo dejaron de fumar y cómo le gritaron. Luego el ladrillo, el trozo, la piedra que lo volteó al pobre de un soplido. Le cayeron entonces. Bajo el farol pendiendo erguido como en un teatro. La sangre era oscura, él se quejaba y lo estaban pateando en el suelo. Estábamos a unos metros pero era como si no contáramos para ellos. Tomé una rama, de esas gruesas que deja el plátano podado: la cabeza de uno de ellos crujió, fue un retumbe seco que me asustó. Antonioni dejó la bici y extrajo de ella un fierro aguzafado que usó de garrote y la panza de otro hizo de tambor. Alguien, uno de nosotros, azuzado por el hedor antiguo de lidias, de sangres sueltas llegó hasta patearle la cara a uno de los malevitos portuarios de esquina. Todo sucedió en breve. Nadie se lo explicó. No conocíamos la fuerza, el odio que llevábamos dentro. El era Vincent, nuestro puto preferido, nuestro puto querido y a pesar de ser lo que era no se merecía que lo matasen. Habíamos visto sus pinturas expuestas y él era mejor que todos estos imbéciles sacados del vientre de los barriales y las sevillanas. En pleno instante final de la batalla comprendimos la magnitud y casi huimos, pero uno gritó que esperásemos. Era magnífico poder ver aquello: los heridos eran muchos y se estaban retirando derrotados. Una pareja mayor pasó, detuvo el Valiant, repuso a Vincent contra un paredón y como enfrente estaba el Carrasco lo condujeron hasta la guardia. Vimos la escena, desde lejos, aturdidos por el poder de nuestro odio, asustados por derramar sangre o haber matado tal vez. Incómodos por no comprender por qué habíamos actuado así. Yo había empezado, era el criminal iniciático, el que encendiera la llama. Escapamos a nuestras casas, cada cual por senderos distintos. Yo cené en silencio y aún me temblaba la mano derecha, tanto que tomé la cuchara con la zurda. En la tevé Royal Casino presentaba un concurso de belleza, donde cada señorita lucía junto su cadera el redondelito con el número. Atrás, por sobre los peldaños de cartón se movían unos bailarines. Mi padre soltó una carcajada. Yo estaba deprimido, serio, concentrado, en el asunto de ver sin ver. Mirá los mononos, dijo él, que jamás profería un insulto. Fue lo único que vociferó. Vos nunca vas a bailar así ¿eh? Prometeme que vas a salir milonguero como tu padre. Dejalo tranquilo, alargó mi madre. Mi hermana como de costumbre me hizo burla. ¿Yo? ¿yo? Quiero saber tirar con escopeta, fue lo que alcancé a decir. Así me gusta, ya te voy a llevar al campo, recitó mi viejo bajo la mirada amonestadora de mi mamá.
En los días posteriores cambiamos de esquina por un terror pavoroso que los muchachones nos hubiesen identificado y anduvieran de cacería. Nunca más volvieron. Lo de Vincent se supo, pero nosotros, los héroes en la oscuridad, permanecimos anónimos. El ni había enterádose: su coma profundo duró una semana.
Nunca más hablamos del asunto. Hoy recuerdo esta estampa llameante y pura, porque vaciando muebles encontré una acuarela de Vincent, muy fea por cierto, que vaya a saberse porque reapareció de su sarcófago y no pude evitar pensar por donde andará y si aún vive o ya partió a la tierra delicada que creíamos existía cuando ellos se morían y era la de todos los homosexuales del universo a los que asesinaban por el mero hecho de haber nacido putos.
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