Sábado, 30 de mayo de 2009 | Hoy
Por Miriam Cairo
Están aquí todos los estratos de la luz oscura. Esto me da tiempo para afilar el estilete. La noche marcada de aleluyas abre los ojos hasta el fondo de sí misma. No puede mucho a la vez: o me ama o me escribe. Los espasmos que provoca no son muy diferentes. Solemne y suave el silencio despliega su música y el viaje comienza. Cuando no deseo no vivo. Cuando no escribo, tampoco. Y sucumbo ante la tempestad de los emblemas. Yo agito rebeldía en lo oscuro.
Sin deseo, él tampoco vive. Su deseo y él no son un estado provisorio. Ya no existe una sola parte del mundo donde no haya profanado la soledad. Él cree que si no lo amo, nunca será amado. Se vuelve sentimental. Atroz intenta detener el viento que vendrá en septiembre. Es tan ágil su furor, tan convincente el vaticinio, que un enjambre de ángeles quemados baja a tomar agua de su mano. Todo lo que puedo me viene de él. La noche que me ama, la noche que me escribe. Si no lo amo nunca amaré.
Antes, nos dedicábamos simplemente a ser propósito de reverberos. No nos conocíamos. Todo sucedía en la mente. En el mundo no nos ocurría nada más que buen día, hasta mañana, bueno, perdón. Aun así había como una intención por permanecer en la abstinencia, una terquedad por mutilar los vuelos. Y las excusas sobraban. La tristeza tenía fuertes argumentos. El dolor ganaba todos los concursos. Y con qué abnegación navegábamos por las aguas del Mar del Muerto.
El cadáver del amor es inseguro como un recién nacido. Gusta dormir en el medio de la cama. Y nadie se mueve por miedo a aplastarlo. Por miedo a que se muera para siempre y haya que sepultarlo, y haya que gestar otro amor en otro cuerpo. Sin su muro de huesos, uno estaría obligado a rozarse, a no reconocer el propio frío del frío del otro. El cadáver del amor se hace un ovillo en el centro de la cama y del universo. Uno le dedica años de constreñido dolor. Tan heroico es el sufrimiento, que agitamos sus banderas con una mano y con la otra nos apretamos el corazón. Con cuánta ternura velamos al muerto. Qué gozoso placer hallamos en hacer eterno el instante previo al ramalazo del adiós.
Antes de conocernos, las noches eran noches y los días eran días. Ahora reconocemos fulgores, reconocemos dicha y reconocemos espanto. Ahora distinguimos cuándo la luna permanece maquinal, cumpliendo el requisito del silencio y cuándo se inclina sobre nosotros, desafiante, soberana, lúbrica, materna. La noche me ama o me escribe. Ya lo he dicho. Cuando hace las dos cosas a la vez, resulta difícil ordenar el misterio. Por la noche, a él le gusta decirme que si no le enseño jamás aprenderá. Yo me vuelvo un alma maestra de todos los vuelos.
Amor, amor, amor, que muele la cárcel antiquísima del miedo. Cuando no puede existir se cubre el rostro con las manos y llora. Llora hasta vomitar el cielo desplumado, los corazones carcomidos, la resignación cultivada. Este es el problema de la noche y de las palabras. Escribir con el alma y la mucosa. Y aunque se ponga buena voluntad, es imposible no saber cuánto viento sopla sobre la soledad del mundo. No hay obligación de escribir el agujero de la vida, pero la vida está sorda, muda y ciega, hasta que la penetra el amor, amor, que muele la cárcel antiquísima del miedo.
Desde que nos conocimos, la sed, el hambre y el deseo, ya no dormitan como errantes mendigos de fábulas espléndidas, aunque el dolor agite sus brillantes harapos codiciosos. Si la luna quiere caerse al suelo, cae como una memoria de esferas. Cuando digo que te quiero ver, obedezco a una ley de la naturaleza. La noche marcada de aleluyas dice que es hora de ser eternos. Desde que nos conocimos, los peces van a todas partes. No importa si por mar o por cielo. Es cierto todo lo que voy a decir. Cuando escribo y cuando deseo, no pasa ni media hora sin que me nazca una esperanza.
El arte de combinar no es culpa mía. La costumbre de escribir a veces es caliente, a veces, cruda. Cuando no deseo no vivo. Cuando no escribo, tampoco. Nueve de cada diez veces la sombra cubre pétalos mirados. Lee el viento las huellas del relámpago doblemente mudo. Un deseo de aquí. Una memoria de allá y el crepúsculo. En mi lecho, el cadáver del amor ya no duerme. Se dispara en la sien la soledad estrangulada porque el cuerpo es un lugar donde todo sucede. Mi cuerpo es un lugar donde tu cuerpo sucede.
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