Domingo, 14 de junio de 2009 | Hoy
Por Adrián Abonizio
La Teturcomio vive en una casa angular de madera justo en la ochava que reparte las calles Lavalle y cortada Zavalla. Su nombre un prodigio gramatical, mezcla de tetas, Tutankamón y manicomio que le ha puesto Carlos. En esa casa se escucha a los Wawancó y por sobre ellos los gritos destemplados del marido, mientras ella canta y vuelve a cantar. Hay ruidos de muebles rotos y llantos de criatura, pero la Sra. Teturcomio canta y canta sobre todo aquello. Ella es alta, bastante fea, de labios rojos y con unas soberbias tetas que adelantaban su figura como un mascarón de proa. Tiene una hijita rubia, primorosa y un marido colorado con aires de golpeador que no se da con nadie.
Ella, por el contrario, saluda a todos pero nadie la considera su amiga. Le desconfían las vecinas por semejante busto que exhibe sin remilgo alguno. Y porque además, sonríe siempre y usa talles pequeños, pantalones de lycra ajustados, aros a lo gitana, zapatos finitos de taco. Salen los tres los domingos en esos autitos que se abren por adelante. El, cara de perro enjaulado, la pibita con sus rizos y su cara odiosa como la del papá, ella en cambio, hace un gestito móvil como una actriz italiana a una cámara que al parecer somos nosotros solos. Nunca habíamos visto amabilidad tan inmensa. Paradójicamente ninguno se propasa, sólo en el límite de comentar sus enormes atributos.
Nos confesamos incluso que a la hora de evocarla en nuestros gimnásticos empeños masturbatorios ella ni se aparece en las visiones. Hoy la vimos pasar, sostenida con esfuerzo sobre sus tacos agujas y sus pendulares lavarropas cárnicos que vaya a saberse porque milagro sostienen su corpiño. La miramos detenidamente porque estamos aburridos: Nuestras madres están lejos en sus telenovelas o cosiendo o alguna laborando fuera; nuestros padres en talleres de azufre y es la hora maldita donde no sucede nada y no hay ganas de correr, ni saltar, ni hacer al mal o el bien o la nada. Un desierto absoluto de vaciedad nos retiene bajo los plátanos que empiezan a tornarse grises. Ni siquiera la silueta del pintor, el puto, nos causa gracia. Allí pasa, prolijo hacia los arrabales misteriosos a pintar cuadros con un sol detrás. Ni tenemos ganas de tirarle venenitios a la pichicha de los Nogales, esa gente de mal vivir que nos azuza con su perra para pretender comernos al culo a mordiscones. Sólo la Teturcomio y su andar portentoso pero ridículo es la vida plena, encaramada en sus bermellones, en sus carnes levemente excedidas, en su desvergüenza que se nos antoja alegría. Pasa como un camello calzado sobre zapatitos de charol. Ninguno se burla; la admiramos, es una perla malpintada pero que sobresalte en esta medianía de calles chatas y fábricas tristonas llamando con su pito al amanecer.
Ella es la confirmación de que todavía se puede ser distinto: Ella lo es, pero no podemos aún decirlo, no tenemos voz, sólo anhelos y presentimientos. Un verano tornasolado y blanco por la noches nos las descubre en otro andarivel: La vemos encaramada en la Carroza de los Peces, una que pasa por la calle Mendoza, allí agarrada al palo mayor, tirando papel picado, el busto bamboleante y con brillitos. Se comenta su actividad; está mal vista.
Ya no es una nena, dicen las comadres. El le pega, dicen otras. La cuestión es que la comparsa la erigue arriba en lo alto, envuelta en una boa platinada, sonriente con su boca triangular y cola de pescado. Atrás, con la misma cara de perro va el autito del fulano del marido y su niñita perra al lado, ambos con cara de ojete, custodiándola. Luego, no la vemos más. La casa, que antes desparramaba música y desde donde ella devolvía la pelota con un gesto de faraona se tapió. Nadie ve al tipo y la nena dicen ha ido a parar de pupila. La Sra. Teturcomio acrecienta el prodigio de leyenda: Ha huído con el chofer engrasadao del semieje que llevaba la carroza, un ex domador de leones cuadrado como un portón. A nosotros nos queda el recuerdo alucinatorio de sus tetas moviéndose allá en la altura, su santidad indeleble pese a las habladurías y el saber que una señora, una madre, más allá que posea una delantera enorme también puede, si así lo quisiera, abandonar el nido, rajarse con otro. Algo que nuestras madres nunca harían porque no saben, no han aprendido y pretenden ser felices con lo que la vida les derramó encima.
Y allí andará, meditamos, sentados al cordón de la vereda por otro barrio, con otra identidad, viviendo tal vez en una casita junto al taller del mecánico en un patio con flores exóticas y leones amaestrados, siempre en corpiños que estimamos deben ser rojos, como sus labios, como la felicidad que infaliblemenbte buscó y obtuvo con la fuga.
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