Jueves, 23 de julio de 2009 | Hoy
Por Daniel Attala*
Como todo el mundo sabe, las excavaciones arqueológicas en la zona de Puerto Gaboto empiezan a dar sus resultados. Así lo demuestra el hallazgo de los austeros restos del que sería el "primer asentamiento español" en el territorio provincial. Pero no por austeros indiferentes, y ello tanto para el arqueólogo que sabrá interpretarlos como para el inexperto soñador que quiera leer en ellos más de lo dicen, o interrogarlos sobre un problema del que son incapaces de opinar. Por ejemplo, y tras un rodeo que no sin razón se juzgará tortuoso, sobre el problema espinoso (quién lo ignora) a que alude el título.
Porque no fueron las poblaciones blancas santafesinas lo único que "inauguró" el fuerte Sancti Spiritu en 1527. También nació ahí, o mejor dicho en el relato que de su fundación y quema a manos de los indios escribió setenta años más tarde el cronista Ruiz Díaz de Guzmán, la historia o culebrón de la primera cautiva blanca santafesina, Lucía Miranda, objeto con el correr del tiempo de una irregular y voluntariosa sucesión de novelas, poemas y piezas de teatro que hoy ya nadie lee y que dos o tres valientes escrutan. La historia es breve y patética: acampa Lucía (decir que habita es una exageración), junto con su marido de nombre funesto, Sebastián Hurtado, en el fuerte español; abrazado de amor por ella, el cacique timbú Mangoré, antes amigo de los blancos, ahora los ataca con el propósito de "hurtarla"; tras mucho esfuerzo perece en la osadía, pero lo suplanta su hermano Siripo, también cacique, quien la rapta por fin y deja el fuerte en llamas; más tarde ve Lucía caer también en manos de los indios a su esposo, que acudía a rescatarla; ruega a Siripo por la vida de él pero a cambio promete lo imposible: no hablarle, ni siquiera mirarlo; falta entonces a su palabra y celoso, Siripo la condena a morir sobre la hoguera; a Sebastián le toca hacerlo después y como su nombre indica: a flechazos.
Es larga la lista de escritores que desde el siglo XVII procuraron malamente impedir que esta historia o cuento cayera en el olvido; larga y ripiosa: Manuel de Lavardén, Esteban Echeverría, Eduarda Mansilla, Rosa Guerra, Celestina Funes, Alejando Magariño Cervantes, Hugo Wast. En italiano, un jesuita valenciano de nombre Manuel Lassala le consagró un drama en 1784. Aunque también en inglés tuvo suerte: mala, al parecer, en la pluma de un tal Sir Thomas Moore (no el poeta irlandés), fulgurante si es que también Shakespeare no la trató en La tempestad, como querríamos todos.
Así fue como esas barrancas del Carcarañá, del Coronda, dieron origen a un ciclo de cautivas dentro de una literatura como la argentina de por sí abundante en cautivas. En aquella tradición y en esta literatura la víctima es mujer, y es blanca. A veces empero es hombre; así en El entenado de Juan José Saer, cuya historia, inspirada en un sobreviviente español de aquel episodio en que ayunó Juan de Solís y los indios comieron, que dice Borges, tiene igualmente lugar cerca de Puerto Gaboto. En la realidad, en la verdadera y sanguinaria historia de la conquista de estas tierras y del exterminio y la esclavización de sus pobladores originarios, la víctima del cautiverio también era mujer; pero no era blanca sino india, como recalcó Ezequiel Martínez Estrada en Muerte y transfiguración del Martín Fierro. Desde Ruiz Díaz en adelante, los escritores invirtieron la realidad, de mil maneras, como para deshacerse quizá del peso de una culpa imposible de cancelar. Para olvidar algo, nada mejor que recordar otra cosa. Impidiendo que Lucía Miranda cayera en el olvido, barrían debajo de la alfombra una historia mucho peor.
Atrabiliaria, peregrina, la moraleja de esta reseña literaria sería: Está bien que el gobernador de la provincia donde nació la leyenda de Lucía Miranda hable de "síndrome de Estocolmo". Y así mismo está bien que se desdiga, al fin y al cabo, el pueblo que hoy dio un punto de más al adversario es el mismo que ayer lo consagró gobernador. A mí me interesa únicamente el elemento verbal, la manera de decir las cosas. Y es el motivo de estas líneas: declarar modestamente que tratándose de Santa Fe, con igual alcance pero mayor propiedad se hubiera podido emplear el giro "electorado cautivo". La connotación de "enfermedad" que tiene "síndrome" desaparecería, y en general la de "delincuencia" que con malicia se podría denunciar. ¡Qué hermosa y santafesina expresión por el contrario esta de "electorado cautivo"! O si se prefiere, "cautivado". ¿Y por qué no plantear el problema? No es necesario el permiso del voto popular para discutir proposiciones. Proposiciones como esta: ¿Qué tiene en definitiva el candidato ganador, tras haber cometido tantas faltas y tan sonadas, para merecer aquel punto de más en la votación? ¿No habrá sido algo análogo a aquello que los escritores más románticos del ciclo mencionado solían encontrar con voluptuosidad en los malvados Siripo y Mangoré? Malos, cómo no, pero a veces tan hermosos... Buen porte, tostados y de ojos lindos, atuendo lujoso, pies ligeros, diestros en el manejo de la lanza, con un no sé qué de erotismo, además, emanación sin duda de la mágica comunión entre cacique y poder, entre cacique y fuerza; el buen salvaje, en suma, que rapta pero es capaz de querer, que pega pero con cierta campechana abnegación.
Que el gobernador se desdiga. Ello no quita que el enigma subsista: ¿cómo fue posible el resultado del 28 de junio? ¿Acaso es valedero todavía el cuadro siniestro que trazó Martínez Estrada del mundo del día después al de la negación del "indio" en estas tierras: "Mundo sin poesía y sin realidad, sin otro pasado que el que se ha hecho para vivir sin cargos de conciencia y sin necesidad de mirar de frente su imagen verdadera"? Quién sabe si los arqueólogos de Puerto Gaboto no serán capaces de disolver con datos claros y firmes esta perplejidad meramente literaria.
*Profesor de literatura en Francia. Algunas de sus obras son: La sonrisa del comerciante, Las violetas de Attis, ambos en Beatriz Viterbo, y Macedonio Fernández, lector del Quijote, en Paradiso Ediciones (2009)
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