Jueves, 30 de julio de 2009 | Hoy
Por Luciano Trangoni
Suena el teléfono. Una y otra vez suena el teléfono mientras Augusto duerme o intenta dormir, y aquel sonido llega desde la sala de estar hasta su dormitorio, reptando al principio, trepando luego con sus uñas por las patas de la cama, deslizándose bajo las frazadas, metiéndose en su oído, violando sus sueños con un sonido hecho de llanto. Un llanto llorado para él. Sólo para él. Y quizás por eso Augusto no oye la campanilla de un teléfono, sino un llanto desmedido, un llanto que se deja oír desde lejos, como si llegara desde el fondo de un sueño o una pesadilla, o desde uno de los agujeros negros de sus pensamientos.
El teléfono suena y deja de sonar. Y vuelve a sonar y a dejar de sonar. Y Augusto lo oye, pero no puede siquiera abrir un ojo. Ni siquiera el llanto del teléfono puede hacer que Augusto abra un ojo, salte de la cama, vaya hasta la mesita del teléfono y levante el auricular para saber a quién pertenecen esas uñas que lloran clavadas en las paredes negras de sus pensamientos.
Luego de unos minutos Augusto se sobrepone y atiende el llamado.
-¿Con el señor Augusto? -dice una voz.
-¿Quién habla? -dice él.
-¿Es usted?
-Sí, ¿quién habla?
-Lamento tener que decirle que su madre acaba de morir.
Y eso es todo. Así se entera. Una vez más su madre aparece en su vida, esta vez para desaparecer de una vez por todas y para siempre.
Augusto enciende un cigarrillo, se sirve un café y se sienta, o más bien cae sentado sobre el sillón. Después llama un taxi y se dirige al sanatorio.
Tres meses estuvo su madre internada. Tres meses y seis días, según el certificado que le entregan, donde está escrita, entre otras, la palabra Cirrosis.
-Firma y aclaración, DNI, y grado de parentesco -le dice una de las secretarias en la recepción, señalando la línea de puntos al final de la hoja.
Augusto se acoda temblando sobre el mostrador y firma.
-¿Algo más? -le pregunta a la secretaria, mientras le devuelve la birome buscando una mirada que nunca encontrará.
-Nada más, muchas gracias -dice ella-. Quién sigue. Buen día.
Augusto suspira o bosteza, y observa a su alrededor las paredes blancas, las reproducciones de Kandinski enmarcadas en verde, la luz tenue, el murmullo de los que esperan sentados a que aparezca un médico y les entregue un diagnóstico feliz o el resultado de unos análisis.
Augusto siente que todo está flotando en el aire. Todo. Incluido su propio cuerpo; en el aire y a punto de caer, como un aguacero o una descarga de misiles. De pronto se acerca a él una señora mayor, algo bajita y de cabello entrecano que taconea pasitos cortos pero ágiles.
-¿Usted es el señor Augusto? -pregunta, acomodándose los anteojos.
Augusto dice que sí con la cabeza y ella le explica que ha estado llamándolo todo la mañana para darle la noticia.
-Soy la señora Estela ?dice entonces.
Augusto hace una mueca de agradecimiento o de confusión, y tiende su mano derecha, pero la señora no le devuelve el saludo. En cambio, lo mira de arriba abajo durante un segundo, e inmediatamente después pone en sus manos una caja de zapatos.
-Las pertenencias de su madre -dice.
-Gracias.
-¿Por qué nunca la visitaba? ¿Qué clase de hijo es usted? ¿No le da vergüenza?
-¿Y usted quién es? -dice él-. ¿Por qué me habla así?
-Soy la señora Estela -repite ella.
Cerca de ellos, los enfermeros se abren paso pidiendo permiso, mientras ingresan al sanatorio hombres y mujeres cargando a sus hijos en brazos.
-¡Diez años cuidando a su madre! -continúa la señora Estela, interrumpiendo de pronto sus propias palabras para llorar sobre el pañuelito que aprieta en la misma mano que ha sacudido al hablarle. Luego gira sobre sí y desaparece.
Augusto se sube a un taxi y le pide al chofer que lo lleve a su casa. La calefacción está al máximo, aunque esto sólo parece molestarle a él. Entonces abre la caja de zapatos y encuentra allí una foto, un llavero, unas pantuflas, una cajita de remedios, un monedero y unos caramelos de miel. El taxista le ofrece conversación. Le habla de Fulano y Mengano, de aquello y lo otro, pero Augusto no lo escucha. Está concentrado en esa foto tomada por una cámara, posiblemente, sustraída durante un operativo hace ya muchos años.
Cuando el taxi se detiene frente a su casa, Augusto arruga la foto y se baja del auto dejando sobre el asiento trasero la caja de zapatos con las pertenencias de su madre. Ya es mediodía y no hace tanto frío. luciano [email protected]
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