Domingo, 23 de agosto de 2009 | Hoy
Por Eugenio Previgliano
Me han contado que en el Río Putumayo hay unas vívoras de veinte metros de largo; veinticinco metros medía la que cazaron los miembros de la comisión demarcadora mixta peruano brasileña; quinientos son los tiros de ametralladora que los guardias bolivianos de la frontera con Brasil le acertaron a una boa de cuarenta metros de largo por ochenta centímetros de espesor y mi amigo Martini guarda un retrato suyo donde se lo ve sostener una boa de quizás seis metros de largo por unos veinte o treinta centímetros de ancho, pero mientras escribo esto vengo a recordar los restos, en la frontera entre Salta Tucumán y Santiago, de una boa descomunal, recién despellejada, que tal vez midiera ocho o nueve metros; "a los cueros se los vende" me explicaron mis ayudantes autóctonos, tal vez para que no pensara que en la noche sólo los duendes salen de caza furtiva. Hay anacondas de doce metros, dicen unos libros que leí de niño.
"Il Caimano", decía uno de nuestros compañeros de excursión por el Río Negro en Iranduba: Caiman Negro del Amazonas, creo yo que se llama lo que el tipo miraba entonces y el caiman negro del amazonas habrá tenido unos cinco metros de largo pero en el agua sus movimientos resultaban elegantes en la noche, aún cuando se confundiera con la vegetación inquieta en el reflejo del agua sobre la luna.
Pero si algo hay de fascinante en el planeta, no debe nunca dejarse de lado al Pirarucú. El tucunaré, el tambiquí, la piraña se ven en el mercado flotante de Manaos enganchados unos tras otros en una larga ristra que cuelga de un palo y que por alguna razón evoca en mí los días de Mao en la lejana China.
De la piraña se dice que su carne tiene propiedades afrodisíacas; aunque son sobre todo los corredores de pirañas del enorme mercado de Manaos los que lo dicen mucho. Se filetea el pescado, se desposta en unos bifecitos casi transparentes, se cuece en aceite de mango, se frita con unos frutos dulces y colorados que parecen de cuento, pero nada habrá más sorprendente para mí que el Pirarucú; su carne es tan rica me cuentan porque el pirarucú sólo se alimenta de frutos de la foresta. Si no lo hubiera visto nadando no hubiera creído que se tratara de un pescado de río. El Pirarucú puede medir según me informan tal vez dos metros y medio y hay quien dice que cuatro pero los que me ha tocado ver no han medido quizá más de metro ochenta.
Si bien se pueden pescar con red, la costumbre es cazarlos con arpón porque Pirarucú sale del agua a respirar aire con unos movimientos armónicos, fuertes y varoniles que muchas veces de puro elegantes terminan por costarle la vida.
"Busca una sirena que se le ha escapado", se me ocurrió la primera vez que vi uno asomándose al aire; "vuelve al lugar donde algo ha perdido", pensé más tarde; "sale a ver cuáles frutas estarán maduras para la noche", se me ocurrió la tercera. Pero la verdadera historia es mucho más sencilla y pobre, aunque el castigo que recibió no lo eximió de la condena a la libertad de asomarse, que es lo que a diario le cuesta la vida,
Iururaruaτú, según me explican, es la diosa que tuvo a su cargo la ejecución de la condena, porque es la diosa de las tormentas, y ese día, mientras Pirarucú pescaba, desató la diosa una tremenda tempestad sobre el río Tocantins, cerca de Belem do Pará. La tempestad no amainaba y empezaron rayos y chispas sobre la foresta. El fuego se desató alrededor de Pirarucú y éste, aterrorizado no pudo más que sumergirse en las profundidades oscuras del río donde se convirtió en el tremendo pez que ahora es.
Antes, sin embargo, había sido el hijo favorito del cacique Pindaró, un hombre bueno que tuvo que salir un día de viaje dejando a Pirarucú con la gente; pero Pirarucú, que era vanidoso y egoísta, tomó de rehenes a buena parte de la tribu y los ejecutó, entonces Tupá, un Dios supremo al que conocían y temían los Uaias, decidió castigarlo y ahí fue que llamó a Iururaruaτú, que como todos ya saben, era la más indicada para castigar a un hombre vanidoso: una diosa.
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