Miércoles, 9 de septiembre de 2009 | Hoy
Por Patricio Raffo
De las batallas solo recuerdo el viento en la cara. La musculatura tensa en el cuerpo firme sobre el caballo de galope intenso. La espalda levemente inclinada hacia atrás. La mano izquierda sosteniendo las riendas con la viril delicadeza que se toma el cabello de la mujer amada en los tiempos del vértigo.
De las batallas solo recuerdo el viento en la cara. La bravura de los instantes reflejada en los cascos del animal. Los cascos arrancando terrones de tierra húmeda. Y en el medio de la bruma fría el olor del yuyo que ese animal deja flotando tras su paso fuerte, ese aroma profundo del verdor inolvidable. Los ojos bien abiertos, las fosas nasales henchidas, el pestañeo escaso, la mirada clavada en el horizonte cercano y en el infinito horizonte de los sueños.
De las batallas solo recuerdo el viento en la cara. El puño derecho cerrado firmemente en la libertad del sable. El blandir la hoja con la pasión de una brutalidad, ese magnífico vaivén que acaricia las muertes por venir. Y ver el incipiente sol reflejado en esa hoja mientras se aflojan las riendas iniciando una carrera inevitable. Sentir en las piernas el vientre de la bestia y su profunda vehemencia. Tener la certeza de que se está yendo violentamente hacia algo de lo que no se regresa jamás.
Tal vez la vida no sea más que esto, tal vez la vida sea ir hacia las muertes inexorablemente. Reconocer por sobre los hombros la silueta de lo que no habrá de retornar. Alzar en brazos los cadßveres con la sangre aún caliente. Alzar en brazos aquello que queda desparramado en el detrßs. Alzar en brazos la pena, el dolor de la hendidura, la vista perdida en el vacío de lo que ya no existe.
Guerrero furibundo con la espada feroz en los amaneceres repletos de bruma. Esto he sido y tal vez esto siga siendo para siempre. Y ese viento golpeándome suavemente el rostro. Ese viento frío. Ese viento filosísimo y feliz en el clarear de los campos de batalla. Ese viento que aún recuerdo como una caricia de los dioses que alimentaron las fuerzas en la dignidad de la crudeza.
Que nada le quede de mí. Que nada le quede. Que nada le quede de mí, pienso. Mientras cabalgo las batallas en la memoria de la fiereza con mis brazos de matar, pienso: que nada le quede. Que nada le quede de mí. Que no le quede el brillo que supe brillar a su lado, que no le quede la sombra de mi pena ni el último pétalo de pus en el sexo lastimado de los finales. Que nada le quede. Que no le quede ni el valor ni la cobardía que mostré, como un bestia torpe, temblando junto a su fantástico cuerpo. Que no le quede nada de mí. Que no le quede la huella del aroma. Que no le quede el recuerdo de mis memorias, que no le queden aquellos viejos altares que arrastro con los rigurosos dioses de lo que siempre regresa. Nada de nada, que nada le quede. Que no le quede el halo, que no le quede ni la mßs mínima célula de la cópula violenta en los terciopelos del ajar. Que no le quede el sueño infinito que me rondara. Que no le queden los lobos que merodearon nuestra cama carcomiendo los restos de placer que quedaban en los destetes del fuego. Que nada le quede. Que sea vacío el espacio que me nombre. Que sea vacío mi nombre en su boca. Que sea vacío mi vacío. Que nada le quede, ni siquiera el último gesto construyendo los ataúdes en el medio de la muchedumbre.
Y que nada me quede. Que nada me quede de ella, pienso mientras otras sangres, otras muertes, otros dolores manchan mi cara, nublan mi vista de verla permanentemente. Que nada me quede, que no me quede su manada de furia sobre mí en la memoria voraz de los placeres. Que no me quede su último aullido en el medio de la noche. Que no me quede el borde de su boca. Que no me quede su caminar y que no me queden sus pies. Que no me quede su extraña estirpe arrancada de la belleza de los paraísos del fuego. Que nada me quede. En el degollar fatal, en este incesante modo de parir a la muerte a cada paso de batalla o de memoria pienso que nada debe quedarme de ella. Que no me quede su mirada y que no me quede su haz y que no me quede, como una profunda herida de dolor inmortal, el hijo que no tuvimos.
De las batallas solo recuerdo el viento en la cara. Ya ha pasado mucho tiempo de todo aquello. Tal vez minutos, tal vez días, meses o años, tal vez hayan pasado siglos. Miro mis manos, miro las manos con las que supe acariciarla y con las que supe matar. Parece mentira que sean las mimas manos. Reclinado en el viejo sillón de cuero entrecierro los ojos.
¿Era mi cara? ¿Era el viento golpeándola? ¿O era yo mismo el viento golpeándome la cara en el centro exacto de las batallas? ¿O era su cuerpo el viento? ¿O era su cuerpo mi cara? ¿O la batalla era su cuerpo? ¿Cuánta gente he matado? ¿Cuántas veces me he matado a mi mismo? Reclinado en el viejo sillón de cuero y con los ojos entrecerrados me pregunto: ¿Cuántas veces la he matado a ella inútilmente? ¿Cuántas veces la he matado a ella sin matarla?
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